Hoy desperté a esta hora (son las 4 de la mañana). El sueño duró hasta aquí. La preocupación traza frontera a mi descanso (al de muchos). Instintivamente iba a tocarme la cara y recordé que no debo hacerlo (no debemos). Me estoy volviendo más atento a esos detalles. No quiero dejar escapar el sueño así que lo cuento (o al menos lo que recuerdo): conocí la hermosa biblioteca de un referente académico y vi libros que aún no existen, cuyos títulos olvidé. Algo sí conservo: la solidaridad quedó instalada en el sentido común de la humanidad. El respeto a los derechos laborales, la importancia de un sistema de salud público, la financiación a la ciencia y el cuidado de la naturaleza (que incluye, como no podría ser de otra forma, el cuidado de nosotros mismos).

Estamos enfrentando una pandemia y la superaremos –ojalá tempranamente, aunque para decenas de miles sea inexorablemente tarde–. Pero hay otra pelea que estamos dando, quizá más indispensable, sin duda más trascendental: la lucha entre la solidaridad y el egoísmo, entre el bienestar colectivo y los intereses particulares. Es una batalla que viene de antaño, desde que –como dijo Mujica, citando a El Quijote– nos separó lo mío y lo tuyo. Afortunadamente, como Pepe lo explicó, en nuestro ADN social la cooperación está registrada con mayor fuerza y desde hace más tiempo.

Entre tanto, hay algo que me intriga y me mantiene a la expectativa: ¿cómo será la humanidad después de la pandemia? ¿Aprenderemos las lecciones? ¿Desterraremos la codicia? ¿Derrotaremos a nuestros verdugos? ¿Construiremos un mundo mejor? Ese es el verdadero sueño, el de todos los días, desde el día uno y el paciente cero.