El quehacer antropológico en Colombia y en cualquier parte del mundo implica prolongados viajes y encuentros con situaciones que a veces resultan fascinantes y a veces un tanto incómodas. Uno pensaría que después de un tiempo de extensos periplos termina acostumbrándose o tolerando ciertas situaciones, pero no ocurre así y ese tal vez es uno de los mayores encantos de ejercer una profesión generosa en viajes de trabajo de campo en un país como Colombia.
No hay viaje sin preparativos y ese rito inicial para cualquier antropólogo implica empacar en un lugar preferencial un par de botas de caucho mejor conocidas como “pecuecudas”, y apodadas así por una facilidad insuperable para activar las glándulas sudoríparas de las extremidades inferiores dejando un húmedo rastro desde la punta del pie hasta el borde de la bota.
Un colega recién egresado había conseguido un empleo después de cierto tiempo de inactividad que lo tenía sumergido en una inclemente pobreza. Para realizar su trabajo debía desplazarse a las selvas del Chocó durante un periodo relativamente corto de tiempo; de ese modo empezó a preparar su partida y como es obvio lo primero fue hacerse a unas “pecuecudas”, pero su situación financiera no le permitía adquirir un par del indispensable adminículo, así que las pidió prestadas a un compañero recién llegado de campo; éste, comprendiendo su difícil situación, no vio inconveniente en facilitarle sus pecuecudas. Sin embargo ignoraba que previo a su vuelta a Bogotá y en la euforia del regreso a casa, había intercambiado sus botas con las de un compañero, trayendo dos botas del pie izquierdo.
Confiado porque calzaban el mismo número, nuestro viajero empacó las botas tal como le habían sido entregadas y partió en medio de sentidos agradecimientos a su benefactor. El viaje transcurrió sin contratiempos: vuelo perfecto, algunas horas en lancha atravesando los hermosos paisajes chocoanos, solo faltaba el trayecto a pie de unas ocho horas que no representaban ningún problema para el entusiasta antropólogo. Pero al desembarcar en un pequeño puerto sobre el Baudó, nuestro compañero descubrió su tragedia: ambas botas eran izquierdas, el trayecto por tramos selváticos exigía un par de botas no solo por las áreas pantanosas, sino por los muy probables ataques de ofidios, así que en medio de su dolor y tras un desesperado recorrido por el minúsculo caserío en el cual no consiguió el tan necesario articulo, nuestro amigo decidió iniciar el recorrido con los pies apuntando para el mismo lado, ocho tortuosas horas con el pie derecho estrangulado que al final del recorrido presentaba unos cuantos dedos de un color negruzco; y eso no era lo peor, faltaba aún el tramo de regreso y los recorridos necesarios para recolectar la información. Durante ese trayecto varias lágrimas se escaparon por el rostro de este novato antropólogo que pagó con dolor y sufrimiento su primer trabajo como profesional en un país que suele ser ingrato con los investigadores, pero eso sí, majestuoso en paisajes como los de las selvas chocoanas de las cuales nuestro amigo solo pudo apreciar el cielo en una interminable plegaria para ponerle fin a su suplicio.
DON BETO