Hace unos meses, en una de mis primeras entradas narré con cierta burla una anécdota de un colega que llevó a su trabajo un par de pecuecudas (también conocidas como pantaneras), que resultaron del mismo pie, (Esas Pecuecudas que nos Hacen Sufrir)con las molestas consecuencias que esto había generado. Pero hace tan solo unos días, el destino ha venido ha cobrar mi mofa y he sido victima de una penosísima situación por causa de este par de invaluables compañeras, he aquí mi dolorosa historia:

Me disponía a realizar una breve labor en el alejado municipio de San Luis de Palenque en el departamento de Casanare, el trabajo era muy corto y solo se habían proyectado tres días incluyendo los desplazamientos; en el papel  era algo rutinario, así que con cierta confianza me preparé para el hasta aquí inerme viaje. El vuelo salió a la hora indicada y en mi traslado hasta la población no hubo inconveniente, luego, emprendimos en compañía de una colega la trocha que nos llevaría al sitio de trabajo; minutos después de nuestra partida, el carro que nos transportada se enterró en el camino y  resultó imposible sacarlo. Después de un par de horas decidimos dejar a un lado las maletas y continuar a pie el recorrido mientras conseguíamos un nuevo medio de transporte. Como se trataba de seguir a pie decidimos llevar lo estrictamente necesario, es decir el chinchorro, el toldillo y una gran nevera de icopor con hielo para tomar muestras de agua;  al poco tiempo de iniciar la travesía apareció una moto que se ofreció a llevar a mi compañera a una finca donde podríamos alquilar caballos, el lugar distante un par de horas en moto estaba sobre nuestro recorrido así que no hubo inconveniente en que ella partiera y yo siguiera el recorrido a pie con la engorrosa nevera mientras venían a mi rescate. Al final la caminata se prolongó alrededor de tres horas con toda la inclemencia del sol llanero que además me obligó a consumir buena parte del agua y el hielo destinado para las muestras.

A eso de las seis de la tarde apareció por fin mi caballo y mi guía para llegar al sitio, al que arribamos luego de sortear los inconvenientes que implica cabalgar de noche para un inexperto jinete como soy yo. Luego de una generosa comida me retire a descansar en un chinchorro torpemente guindado por mí,  lo que ocasionó que buena parte de la madrugada  estuviera con la cola pegada al piso y las piernas y la cabeza demasiado inclinadas para conciliar el sueño, a este punto mi espalda y parte de mis piernas experimentaban dolores que conservaría días después de mi regreso. Cómo la accidentada jornada nos había retrasado, decidimos salir a las 4 a.m., y empezar de una buena vez el trabajo; pero ese nuevo día las cosas no pintaron mejor,  el apero de mi montura era pequeño, por eso, decidí amarrar mis preciadas pecuecudas y hacer el recorrido descalzo para tener mejor control del equino. El recorrido era de alrededor de dos horas y un 70 % se hacía sobre sabanas inundadas, así, al pasar un torrentoso caño pasó lo inevitable, la fuerza del agua se llevó mis pantaneras, dejándome totalmente descalzo para la realización del trabajo durante los días restantes, al principio asumí la situación con aplomo porque estaba seguro que en la finca donde llegaríamos sería muy fácil encontrar un par de botas para trabajar,  cosa que nunca sucedió y que me obligó a realizar mi labor como los llaneros, la única diferencia es que mis pies, al lado de los de estos vaqueros son como de  princesa y son sensibles incluso al roce del pasto que me propinó varias cortadas. Eso no lo sabía cuando llegué a la finca y vi que casi todos los lugareños estaban descalzos, así emprendí mi jornada tranquilo, si ellos viven de esa forma, por qué yo no.

La cabalgata descalzo fue bastante dura, a la vegetación que me laceraba las piernas a cada roce, se sumaban las terribles punzadas propinadas por diversos elementos como piedras y arbustos que en cuestión de minutos hicieron brotar fluidos de mis pobres piecesitos, cabe resaltar que estaba totalmente desprotegido al ataque de garrapatas y otros parásitos del ganado que agregaban a mi dolor unas ganas infinitas de rascarme lo cual solo empeoraba las heridas, dándole a mis piernas una macabra imagen en la cual se mezclaban ronchas, heridas, sangre y pus aderezadas con las aguas malsanas del gigante estero.

Luego del penoso día limpie mis heridas y me recosté en mi chinchorro, esta vez bien guindado pues había superado la vergüenza de confesar que los nudos no eran mi fuerte,  aún así fue una mala noche a causa de los insectos que agravaban mis ronchas. Al día siguiente, emprendimos el retorno, ahora sí estaba tranquilo pues pensé que nada más me podía pasar; debíamos llegar a Yopal antes de las 5 p.m., para que no nos dejara el vuelo, y desesperados decidimos tomar una trocha para ganar un poco de tiempo. El recorrido no fue placentero ya que debí someterme de nuevo a las laceraciones de arbustos. Para completar mi desdicha, el caballo en el que iba se enterró y en su exasperado intento por salir me arrojó a unos dos metros del animal quien al salir se resbaló y me cayó encima, logrando extender el dolor de mis piernas a todas y cada una de las partes de mi cuerpo incluyendo el pelo.

Afortunadamente para mi y para  la ARP, el accidente no causó daños graves, el caballo decidió continuar a todo galope, lo cual puso rápido fin a mi suplicio, a pesar de alterar mis nervios e intensificar el dolor de mis posaderas. Al llegar a Yopal pude bañarme, cambiarme y volver a tener un par de botas puestas, que me esperaban en el carro desde el momento en que nos enterramos. Infortunadamente las heridas de mis pies no aguantaban la presión de las botas, ahora más que nunca deseaba estar descalzo, pero la vergüenza de exponer mis sanguinolentos pies en el avión fue más fuerte que el dolor.

Aun conservo heridas de este viaje y me hecho el firme propósito de cerrar el capítulo de las pecuecudas, ya probé su ira y espero no volver a ser una víctima de esas pecuecudas que nos hacen sufrir.

DON BETO