Llegar ocho días después a los lugares donde masacraron jóvenes y sueños denota la poca importancia que el Gobierno Nacional le da a los hechos que siguen manchando el futuro de Colombia y sus regiones.

“¡Nos faltan 9!”, “¡queremos paz!”, fueron los reclamos de los habitantes de Samaniego, Nariño, a un presidente que sigue desconectado de nuestra cruda realidad. El mandatario no supo dar explicaciones, prefirió seguir su camino empuñando su mano en señal de empatía. Este gesto no podía ser peor al de minutos antes, en el mismo lugar, cuando ante un pedido de justicia prometió un estadio para el municipio.

Las afirmaciones del presidente Iván Duque sobre las masacres han sido tan peligrosas como los mismos hechos y, las investigaciones están tan retrasadas como su gobierno. Hacer distinción entre masacres y homicidios colectivos, así como se pretendió diferenciar años atrás entre falsos positivos y ejecuciones extrajudiciales, narcotraficantes y empresarios, solo tiene un propósito: reducir el horror a insignificantes proporciones.

La dimensión de lo que está sucediendo es garrafal. Volvimos a tener miedo, no solo por pensar diferente; nos matan porque sí, por ser jóvenes, por ser mujeres, por defender los acuerdos de paz, por estudiar, por llevar la tarea al colegio, por estar en fiestas, por elevar cometas en agosto. Acá la libertad cuesta vidas, estamos lejos del discurso inspirador de Alejandro Gaviria cuando afirma que ser libre es alzar la voz o decir lo que se piensa sin temor a la intimidación violenta.

Van 44 masacres y 44 crímenes desde el 11 de enero al 24 de agosto (Codhes, 2020) y clamamos que paren ahí. Duele ver cómo acaban con la ilusión de los campesinos de vivir en paz, y cómo la esperanza se desvanece a punta de metralladoras. ¿Quién se quiere quedar en un país donde la pandemia es lo menos grave? ¿Quién quiere vivir en el campo?, ¿Quién quiere vivir en un lugar donde los han silenciado por décadas a manos de militares, paramilitares, guerrilleros y narcotraficantes? Lo único que siempre llega a primera hora al campo es la guerra.

En una semana hemos contado 26 muertes violentas de niños, jóvenes e indígenas en zonas rurales. Allí, donde se ha encrudecido la violencia desde las épocas de Gaitán, es donde muy pocas veces llega el Estado a tiempo y ahora menos con la excusa de una pandemia. Este Gobierno no ha sabido suplir las ausencias de siempre y el escudo para su ineficiencia es el de reclamar a mandatos anteriores, sacar cifras comparativas odiosas y minimizar el impacto del conflicto armado en los territorios.

Este gobierno no ha sido capaz de poner titulares distintos a los del regreso a la guerra a las regiones de siempre. La agenda social que esperábamos que renaciera en las veredas del país sigue postergándose y ocupando un último lugar en las prioridades. ¡Qué bueno sería ocuparnos de bajar la tasa de deserción escolar o aumentar la cobertura de conectividad en las zonas más alejadas del país! ¿Seguiremos esperando?

Por lo pronto, los que no queremos seguir viendo cómo se desangra el campo colombiano estamos dispuestos, así sea con un tapabocas, a nunca callar y a clamar justicia y verdad en medio de tanta violencia.

¡Ah! y espero me disculpen, pero seguiré llamando por su nombre a este terror, seguiré diciéndole masacres.