Ayer domingo fue la celebración de la fiesta de Pentecostés para los cristianos, es decir, la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego sobre los apóstoles, según la narración del Libro de los Hechos. Dice el texto bíblico que después de ese momento todos comenzaron a hablar en diferentes lenguas según la inspiración del Espíritu. Y lo que decían lo comprendían perfectamente otros judíos llegados de distintas partes del mundo que hablaban otros idiomas.
Para cumplir como católica con el precepto de asistir a la misa dominical, fui acompañada de mi familia a la parroquia más cercana, la Iglesia de San Nicolás (Sankt Nikolaj Kirke). La construcción del templo es llamativa porque tiene forma de cubo y, vista desde arriba, la estructura total de la edificación tiene la forma de una cruz.
El cura párroco, el padre Benny, un danés de más de sesenta años y aproximadamente un metro con ochenta y cinco centímetros de estatura, es un personaje muy simpático y agradable. Su aspecto bonachón inspira confianza. Sonríe con frecuencia y sus palabras suenan dulces a pesar –para mí- de la barrera del idioma. No hablo danés pero eso no significó un obstáculo para que pudiera seguir el hilo de la eucaristía, especialmente las oraciones de la liturgia fueron fáciles de comprender.
Me llamó la atención la presencia variopinta de los fieles. Había vietnamitas, polacos, sirios, paquistaníes, indios, iraquíes, alemanes, costarricenses, venezolanos y, obviamente, daneses y colombianos. Algunos son refugiados y otros solo buscan un futuro estable lejos de su patria. Me impactó especialmente que los asiáticos, tradicionalmente practicantes de otros credos religiosos, fueran fieles devotos de la religión católica. Todos vestían impecablemente para el evento solemne de la celebración eucarística.
El momento más emocionante para mí lo constituyó el saludo de la paz. Todas las personas que abracé hablaban diferentes idiomas. Sin embargo pude sentir la sinceridad de sus palabras y la gratitud que me expresaban por las mías. Entonces entendí que de alguna forma estábamos viviendo nuestro propio Pentecostés. Nos estábamos entendiendo en medio de la diversidad de lenguas que hablaba cada uno. Nos comprendíamos gracias al idioma universal de los buenos sentimientos. Una sonrisa, un abrazo, un apretón de manos siempre transmiten una energía positiva que genera un entorno de paz y buena voluntad entre las partes.
Tuve el impulso, al final de la eucaristía, de solicitar a varios que se tomaran una foto conmigo para conservar un recuerdo de nuestro encuentro. Sin embargo, después de pensarlo mejor, me contuve. Sé que por su condición de refugiados tal vez lo que menos desean es que una imagen suya esté rodando por ahí. Cada quien tiene un pasado y algunos seguramente quieren sepultarlo para siempre. De algún modo su nueva vida en este país es una especie de renacimiento para ellos.
Creo que los colombianos de alguna manera debemos también vivir nuestro propio Pentecostés. Las diferencias entre nosotros no son idiomáticas. Pero tenemos distintos matices en nuestra forma de pensar, en el enfoque que le damos a la solución de los problemas que nos aquejan, en el camino que se debe seguir para que el país encuentre la reconciliación. En fin, formamos parte de una figura geométrica con muchos lados. Pero la necesidad de dejar un mejor país a nuestros hijos y nietos debe conducirnos a encontrar la llave que abra la puerta de la paz. Para empezar, necesitamos desarmar los corazones para darle paso a los buenos sentimientos y empezar a renacer.