La lujuria es un vicio o pecado capital conforme a los cánones de la moral y la religión cristianas. El calificativo capital significa que es causa u origen de otros pecados. Quienes están atrapados en sus garras son individuos carentes de principios y templanza. Tienen bloqueada la razón y sus actos están impulsados por los instintos, especialmente aquellos relacionados con la conducta sexual. Ese desborde de lascivia los impele permanentemente a buscar los medios para satisfacer su irrefrenable apetito carnal. Por eso las consecuencias de sus actos trascienden las fronteras de la moral y la religión e invaden el terreno de la ley, especialmente el código penal. Junto con la avaricia, que es la madre de la corrupción, a la que me referí en una entrada anterior, constituye el pan nuestro de cada día en las noticias más difundidas por los medios de comunicación. Basta encender un televisor o deslizar la vista por las páginas de cualquier diario para uno enterarse del más reciente caso de violación, pedofilia, pornografía infantil, adulterio, etc. Las redes sociales se convirtieron, igualmente, en un espacio de contacto donde estos sujetos enmascaran sus intenciones con el propósito de atraer personas incautas que buscan el amor por internet. Para rematar, al día de hoy es perfectamente claro que el ejercicio de la prostitución es un hecho que no infringe la ley y lo que corresponde a las autoridades es reglamentarlo con el fin de que se lleve a cabo en ciertos lugares y bajo determinadas condiciones. Es decir, el espíritu de la lujuria anda suelto haciendo de las suyas, literalmente, en todo el mundo.
La historia que hoy les traigo es un relato fantástico basado en esa explosión de lujuria que ciega y aniquila la capacidad de dominio de muchas personas. Se titula “El hotel del infierno”, este es su texto:
La noticia sembró la incertidumbre en todos los estamentos de la sociedad capitalina. Los medios informaron que seis hombres habían desaparecido en circunstancias inexplicables en menos de una semana. La policía mantuvo la indagación reservada durante varios días. Sin embargo, la presión de los familiares obligó a las autoridades a revelar la ocurrencia de los hechos.
Los diarios fueron explosivos al revelar el suceso. Las fotografías de los desaparecidos y sus datos personales estaban en primera plana. Las cadenas de televisión, además, entrevistaban constantemente a los investigadores para preguntarles por los avances del caso. El asunto, en verdad, era un misterio abstruso. Nadie tenía idea del paradero de los seis sujetos. Sin embargo, un elemento llamaba la atención. Los seis compartían algunas características comunes: eran jóvenes menores de treinta años, amantes de la diversión y tenían un gusto indeclinable por las mujeres de la vida alegre. Aparte de ese común denominador, no se conocían ni había relación alguna entre ellos.
El comandante local de la policía impartió órdenes estrictas a sus hombres: el asunto era de alta prioridad; debían investigar a fondo y sin escatimar esfuerzos cualquier pista.
El sabueso de mayor prestigio en la policía era el detective González. Gracias a él varias bandas de delincuentes habían sido desarticuladas y un buen número de pillos estaba en la cárcel. Por sus antecedentes, la comandancia lo puso al frente del equipo de investigadores.
Las indagaciones del detective González le revelaron que los desaparecidos habían sido vistos por última vez en el centro de la ciudad, muy cerca de la zona de bares y clubes privados de espectáculos nudistas. Una corazonada le indicó que debía dirigirse a ese lugar y husmear en todos sus rincones.
Después de entrevistar a trasnochadores habituales y vendedores ambulantes, González encontró, por fin, una valiosa información. Se la suministró la señora que vendía café y cigarrillos en una de las esquinas de la cuadra más concurrida del lugar. Ella reconoció en las fotografías a tres desaparecidos y le dijo que los había visto en compañía de una mujer pelirroja, delgada, de buenas formas y siempre vestida con un traje rojo ajustado al cuerpo. Le dijo, además, que aunque no prestaba mucha atención a lo que hacían los transeúntes, observó que cada uno de esos hombres entró con ella a un hotel de citas clandestinas situado a mitad de la cuadra. No se fijó a qué horas salieron pero insistió en que estaba muy segura de que habían entrado.
El detective González se encaminó hacia el hotel e interrogó al recepcionista y a los demás empleados que estaban de turno en el momento. Ninguno reconoció a los hombres y tampoco a la pelirroja.
Un día después desapareció otro hombre. Era un ganadero que visitaba la ciudad en plan de negocios. Para indagar por este nuevo hecho, el detective González regresó a la cuadra del misterio. Un chico de la calle le dijo que había visto a alguien abordar al hombre y prometerle el olimpo del sexo con una diosa pelirroja. Después lo vio caminando en dirección al hotel en compañía de la mujer. No supo qué pudo pasar con ellos posteriormente.
Atormentado por el enigma, González decidió prestarse como carnada para apresar a la mujer y obligarla a confesar la verdad. Era la única manera de saber qué había pasado con esos hombres.
Puso el plan en marcha y para ejecutarlo se vistió como un hombre de negocios. Un traje impecable de buena marca y zapatos italianos le dieron un aire de alto ejecutivo. Entró a uno de los bares y se sentó en una mesa con vista a la calle. Su aspecto distinguido contrastaba con la apariencia corriente de los demás parroquianos. Era el único cliente que no disfrutaba alborozado con la música tropical que sonaba en los altavoces. Solo sorbía un trago de vez en cuando y sus ojos no se apartaban de la calle.
A las doce de la noche la vio. Pasó caminando lentamente por la acera contraria. Era ella, no podía ser otra. Verla desfilar con su traje rojo bien ceñido era un espectáculo. Pensó que sentirse atraído por esa mujer era un dulce pecado imposible de evitar para cualquier hombre. La idea de estar cerca de ella y aspirar su aroma lo emocionó. Pero no perdió de vista el propósito de su cacería. Se levantó de la mesa y rápidamente cruzó la calle. Ella lo vio y se detuvo. “Hola, hermoso” lo saludó esbozando una sonrisa. “¿Me buscabas?”, preguntó. Él la miró detalladamente de los pies a la cabeza. Estaba fascinado. “Sí” balbuceó con voz muy suave. Ella entrelazó su brazo con el suyo y juntos reanudaron la marcha. “Vamos, quiero que conozcas mi nido” dijo la mujer. Él se quedó callado. Caminaba sin afanes, dispuesto a llegar al fin del mundo a su lado si era necesario. Se detuvieron frente al hotel, el mismo donde González estuvo investigando. Ella se adelantó un poco y empujó la puerta giratoria. Ambos entraron. Ahora todo se veía diferente en el interior del hotel. No había nadie. Tomados de la mano, ella lo condujo hasta la puerta del ascensor. Oprimió el botón de llamado y se abrió la puerta. Entraron y ella marcó el sótano. El aparato descendió mientras el tiempo parecía interminable. Cuando se detuvo, la mujer se abalanzó sobre González y lo abrazó fuertemente. “Soy la lujuria”, dijo mientras su boca buscaba afanosamente la de él. González la abrazó y sintió que su voluntad se diluía. La puerta se abrió y al salir, agarrados de la mano, cayeron por un hueco oscuro y profundo. “Amor, vamos al infierno, ese es mi nido” dijo ella sonriendo y mirándolo con ojos inyectados de sangre.
En la mañana los noticieros reportaron la desaparición del octavo hombre. Esta vez la víctima fue el detective González, el sabueso estrella de la policía.
Este relato, animado por el personaje misterioso de la mujer que desaparece hombres, revela cómo se pierde la vida cuando la razón se obnubila y los sentidos se exacerban. Como conclusión puede decirse que las consecuencias de la lujuria son destrucción y muerte; quienes se dejan llevar por ella siempre terminan mal, ya sea en el cementerio, la cárcel o consumidos por una grave enfermedad. Sin embargo, a diferencia de otras perversiones que solo dañan al mismo sujeto, el desenfreno lujurioso generalmente deja víctimas inocentes. Por eso es preciso mantener la guardia en alto y tomar medidas preventivas para proteger a quienes potencialmente están más expuestos a caer en las redes de los depredadores sexuales, especialmente niños y adolescentes. Educación, protección parental y efectivo ejercicio de la autoridad se requieren para controlar este mal que amenaza constantemente a la sociedad.