Cuando era niña fui testigo de un episodio que me dejó marcada de por vida. Cursaba el cuarto año de primaria cuando una mañana, por encargo de la rectora del colegio, una profesora llegó a mi salón de clases en busca de una alumna. La niña salió tras los pasos de la profesora y por varios minutos nadie en el curso supo qué pasaba con ella. Sin embargo, poco tiempo después, en la hora del recreo, me acerqué a las oficinas de la Rectoría y antes de llegar a la puerta de esa dependencia escuché los sollozos de alguien. Eran de mi compañerita. Lloraba con amargura porque le habían informado que esa mañana su papá había muerto en un accidente de tránsito.

Después de varios días de ocurrido el hecho noté que el estado de ánimo de la niña era depresivo y tal vez iba más allá del dolor por la pérdida de su padre. Entonces le pregunté qué le pasaba y me respondió que el mismo día que murió su papá, temprano en la mañana, ella había peleado con él. Ocurrió que no había elaborado una de las tareas que debía presentar ese día y se inventó un dolor de estómago para evadir la ida al colegio. El señor no se tragó la treta y la obligó a levantarse e ir a clases. En vista de la situación ella se llenó de furia y le dijo que no lo quería, que era un mal padre y otras cosas que se le vinieron a la cabeza en ese momento. Salió para el colegio llena de rabia y deseándole toda suerte de males a su papá. Por eso, en ese momento, estaba llena de remordimiento y sintiéndose culpable por la muerte de su progenitor. A pesar de mis cortos años de vida le dije que estuviera tranquila, que su papá la escuchaba, que le pidiera perdón.

A partir de esa experiencia tomé la firme determinación de evitar que los disgustos con mis familiares más cercanos y, en general, con aquellas personas que por distintas razones mantuvieran una proximidad conmigo, fueran permanentes. Me quedó bien claro que cuando alguien de mi familia salía de la casa a cumplir con sus deberes, incluida yo, era posible que no regresara. Por eso las despedidas debían ser cariñosas y llenas de esperanza por el retorno seguro. Al menos esa ha sido mi actitud, especialmente con mis hijos. Ahora, si se trata de personas ajenas a mi entorno familiar y mi relación con ellas terminó por motivos que me hirieron, procuro en todo caso eliminar cualquier rescoldo de animadversión contra ellas.

Tengo claro que en mi vida (y en la de todo ser humano) las personas vienen, unas se quedan y otras se van por distintas razones. Muchas dejan en uno el noble sentimiento de la gratitud por la bondad de su paso. Otras, el sinsabor de su deslealtad. Algunas más terminan convertidas en malquerientes gratuitos. De esas relaciones malsanas, aunque suene paradójico, se aprenden lecciones inolvidables a pesar del dolor sufrido. Sin embargo, las enseñanzas que dejan son positivas. Por tal motivo nunca se debe renunciar a buscar el “lado amable” en el acto generador de la injusticia o la ofensa. A veces, gracias a una situación extrema, uno descubre en sí mismo fortalezas ignoradas o capacidades adormecidas. Lo más importante en estos trances es no caer en las redes de sentimientos negativos como el odio o el rencor. Por eso le concedo toda la razón a quien acuñó la siguiente frase: “el rencor es un veneno que tú te tomas esperando que otro se muera”. Es tan cierta esta afirmación que hay evidencia científica que demuestra la relación de causa y efecto existente entre esos sentimientos y enfermedades graves como el cáncer, por ejemplo.

Tengo claro que en el seno familiar regularmente surgen disputas entre cónyuges, hermanos, padres e hijos, por distintas razones, desde las más baladíes hasta las más graves. No obstante, al encarar estas confrontaciones, uno debe tener en cuenta que los lazos de sangre no se pueden desatar. No hay ex madres, ni ex hijos ni ex hermanos. En consecuencia, pase lo que pase, la familia es indisoluble. Esa sola razón debe ser suficiente para que los nexos sentimentales y emocionales entre los miembros de la comunidad familiar se fortalezcan con la interacción dentro del grupo. Las naturales diferencias que surjan por la variedad de opiniones o puntos de vista en torno a un asunto determinado deben servir para enriquecer la discusión, nunca para fracturar la unidad familiar. Mi padre decía que había que apoyar siempre a la familia “con razón o sin ella”. Y el cantautor panameño Rubén Blades ilustra el tema con mucha inspiración y claridad en la canción “amor y control” en las siguientes estrofas en las que un padre se dirige a su hijo perdido en el vicio:

“aunque tú seas un ladrón
y aunque no tienes razón
yo tengo la obligación de socorrerte
y por más drogas que uses
y por más que nos abuses
la familia y yo tenemos que atenderte

Solo quien tiene hijos entiende
que el deber de un padre no acaba jamás
que el amor de padre y madre
no se cansa de entregar
que deseamos para ustedes lo que nunca
hemos tenido, que a pesar de los problemas
familia es familia y cariño es cariño”

 

Esas son las características de la familia: solidaridad en la adversidad y unidad en la diferencia. Los conflictos en su interior representan obstáculos o pruebas que se deben superar para avanzar. Jamás debe quedar el resentimiento como producto del roce entre hermanos o entre padres e hijos. Estos últimos con frecuencia tienden a confundir disciplina con castigo y en ocasiones enfrentan con rebeldía ciega acciones que solo tienden a protegerlos de riesgos evidentes. O, como en el caso de mi compañera de colegio, se resienten cuando no encuentran un padre alcahueta que sea cómplice de sus irresponsabilidades. Precisamente la madurez se adquiere cuando uno comprende que en la vida hay deberes que cumplir, personas con autoridad a quienes obedecer y que se deben respetar las opiniones ajenas porque la verdad absoluta no es posesión de nadie. Cuando se alcanza esa condición uno conoce la paz espiritual. De esa manera conquista la serenidad de ánimo suficiente para mantener la ecuanimidad en todas las circunstancias de la vida.

A pesar de todo es natural sentir enojo cuando uno se siente agredido o percibe una injusticia de la cual es víctima otra persona. Es una reacción natural que debe superarse racionalmente para restablecer el equilibrio emocional y espiritual. No hacerlo equivale a vivir en un “infiernito”. Por eso he dicho que muchas de las frustraciones o fracasos no se deben a la “mala suerte” como algunos creen sino al ambiente negativo que esas personas crean a su alrededor como consecuencia de la envidia, el resentimiento, la ira, el odio, la soberbia, el deseo de venganza etc., en contra de quienes consideran responsables de sus “desgracias”. Además de ser un veneno emocional esos malos sentimientos atraen a los espíritus que viven en la oscuridad, a los demonios que menciona la Biblia. Esa puerta no se debe abrir. A eso se refiere san Pablo en su epístola a los Efesios, 4, 26-27 cuando recomienda: “Si se enojan, no permitan que eso los haga pecar. El enojo no debe durarles todo el día, ni deben darle al diablo oportunidad de tentarlos”.

Escribí esta entrada para ampliar de manera un tanto generalizada los mensajes de algunos sueños llegados a mi correo en los cuales la persona que soñó había roto sus relaciones con familiares muy allegados o con amigos muy queridos. En algunos casos esos familiares o amigos habían fallecido y en otros no. Aquellos que ya estaban en el plano espiritual aparecieron en sueños para pedir perdón o para perdonar ofensas que recibieron en vida. En los otros casos el mensaje era claro en cuanto a que no valía la pena dañar una relación por motivos insustanciales y se debía deponer el orgullo como barrera para la reconciliación.

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