Hay realidades tan macabras que bien merecen un capítulo extenso en la “Historia universal de la infamia”. Se trata de verdades que parecen mentiras porque la imaginación, aunque se desborde, a veces es incapaz de concebir situaciones tan extremas. Me refiero al maltrato físico, emocional y sicológico al que viven sometidos día a día muchos ancianos en condiciones de indefensión, victimizados por sus propias familias. La mayoría de estos abuelos (seguramente todos) entregaron a lo largo de sus vidas lo mejor de sí mismos, sus energías y recursos económicos para educar a sus hijos. Muchos, incluso, se hicieron cargo de sus nietos para facilitar la labor de los padres. Sin embargo, al llegar la senectud con su carga de achaques y enfermedades, la contraprestación que empiezan a recibir de aquellos por quienes dejaron poco a poco la propia vida a la largo del camino, es el desprecio, las vejaciones y las agresiones de todo tipo.
Para mí es inconcebible que al día de hoy la cultura de lo desechable haya permeado las relaciones de todo tipo, incluidas las familiares. El mercadeo contemporáneo se basa en el principio de “usar y desechar” todo aquello que se adquiere. Nada debe ser duradero para que la producción en serie se incremente en la medida que lo hace la necesidad del consumo. Por lo tanto, para el ser humano de la actualidad nada tiene vocación de permanencia. Ni los objetos ni las personas que lo rodean por razón de un vínculo afectivo.
Todo se valora en función de la utilidad que presta. Ese es el motivo por el cual muchos salen corriendo cuando en una relación una persona deja de responder a las expectativas que la otra tenía sobre ella. La pérdida del empleo, una quiebra, un accidente o una enfermedad son en muchos casos el motivo de un divorcio o separación porque quien vive esa situación dejó de aportar en términos económicos. Para la pareja de esa persona tal coyuntura es inadmisible y no tiene sentido mantener el vínculo en esas condiciones. Es decir, de acuerdo con ese modo de pensar “si mis necesidades no son satisfechas por él o ella, renuncio a una relación que no me conviene”. Ahí está la clave. Las personas se involucran con otras motivadas por el provecho que puedan percibir o por el beneficio de escalar socialmente a un estrato superior o de figurar en compañía de alguien “importante”. Los sentimientos, para el caso de que existan, quedan relegados a un segundo término.
Aplicando las consideraciones precedentes al caso de los abuelos, las conclusiones son dolorosas en extremo porque se trata de seres humanos que solo entregaron amor y no esperaron nada a cambio. Incluso, si no fueron padres ejemplares por cualquier razón que se pretenda aducir, tampoco el abandono y el maltrato deben ser la moneda con la cual se les pague. No se debe olvidar que los hijos tratarán a sus padres de la misma manera que estos trataron a los suyos. Por lo tanto, el buen ejemplo, traducido en el respeto y la consideración hacia los mayores, especialmente a los de la propia familia, no debe faltar. Así, si pretendemos que nuestros hijos nos traten bien, solo basta que se miren en el espejo que les ofrecemos con nuestro propio comportamiento en esa misma circunstancia.
Hace pocos meses el diario “El Tiempo” publicó la noticia del aberrante caso de la anciana de 77 años afectada por el mal de Parkinson que fue enviada sola por su propio hijo desde Ciudad de México hasta Bogotá donde nadie la esperaba. Además, después de ser examinada por los médicos que la atendieron, se comprobó también que presentaba un severo cuadro de desnutrición. Fue necesaria la intervención de varias entidades además de la gestión personal del propio alcalde de la ciudad, para que se tomaran las medidas encaminadas a brindarle protección.
Como el anterior, que no es un hecho aislado, a diario los hospitales reportan casos de viejitos que ingresan por distintos motivos a esos centros asistenciales y después los familiares no se presentan a recibirlos cuando son dados de alta. O simplemente los llevan y desaparecen inmediatamente.
Por percepción directa conozco una situación tal vez no tan conmovedora como las que mencioné en los párrafos anteriores pero no por eso menos dolorosa. Se trata de una señora mayor de ochenta años quien, veinte años atrás más o menos, se fue a vivir con uno de sus hijos y con su nuera para ayudarlos en la atención y crianza de los nietos. En ese momento fue bien recibida por sus huéspedes y atendida con muchas consideraciones. Para esa época era una mujer mayor pero sana y fuerte, apta para desempeñar las funciones de niñera. Había enviudado años atrás y por lo tanto no tenía otras obligaciones hogareñas.
Todo marchó de maravillas mientras la señora tuvo las fuerzas suficientes para cumplir el encargo que le confiaron su hijo y su nuera. Sin embargo, al día de hoy las circunstancias cambiaron. Los nietos asisten a la universidad y ya no necesitan los cuidados de la abuela. Ella, por su parte, soporta sobre sus espaldas una gran carga de años que, con los achaques consecuentes, ha minado su salud. Ahora los papeles se invirtieron, la abuela en este momento no está apta para cuidar a nadie sino es ella quien necesita atenciones. Pero ahí está el problema. En la casa de su hijo no hay quien se encargue de esos menesteres. Por eso este señor está desesperado buscando entre sus familiares a la persona que quiera hacerse cargo de ella. Es decir, actualmente es un elemento desechable porque ya no funciona y su presencia solo es un estorbo. No quiero imaginarme lo que siente esa pobre mujer viviendo esta triste y cruel realidad.
Este sombrío panorama es la suerte que espera a muchas personas con el paso de los años. Las medidas gubernamentales tendientes a proteger a los adultos mayores (como se les dice ahora a los viejos), no son suficientes ni efectivas. Para muchos la expectativa de la muerte es un alivio que los liberará de dolores y maltratos. Por eso, ante la cosificación permanente del ser humano, solo queda el consuelo de decir con el poeta Jorge Robledo “Siquiera se murieron los abuelos”.