¿Qué busca una persona cuando inicia una relación de pareja? ¿Espera encontrar un compañero (a) para recorrer juntos el camino de la vida o una mascota humana debidamente amaestrada para complacerla en todo momento?
Estas preguntas surgieron en mi mente después de observar cómo era la relación de pareja de personas a quienes conozco. Advertí ciertas actitudes asumidas por algunas de ellas que dejaron en claro su intención de dominar o controlar a la otra. Menciono algunas: revisar el celular de la pareja, necesidad de saber constantemente dónde estaba y con quién, mirar si estaba en línea en WhatsApp o conectado en otras plataformas, molestarse si no contestaba su llamada o no la devolvía enseguida y otras similares que demostraban desconfianza, inseguridad y afán de ejercer el control.
Un sacerdote católico, en un programa de televisión, le preguntó a su audiencia si un perro y una garrapata eran un matrimonio porque vivían juntos, dormían juntos y andaban juntos por todas partes. Quienes se encontraban en el recinto donde se llevaba a cabo la emisión del programa, la mayoría parejas, se miraron entre sí con sorpresa y sin saber qué responder. Sonrieron todos porque la pregunta era absurda. Sin embargo, el sacerdote les explicó que no podían serlo porque lo único que hacía la garrapata en esa relación era chuparle la sangre al perro. Me pareció un ejemplo simple, sencillo y gracioso pero ilustrativo de qué pasa en algunas relaciones. Hay personas que son garrapatas humanas porque únicamente se dedican a succionar las energías del otro y a actuar como carceleros emocionales.
Lo dicho en los párrafos precedentes es la cotidianidad de muchas parejas que perdieron (o nunca tuvieron) los pilares fundamentales, en mi opinión, de una sana relación: igualdad, confianza y respeto.
No quiero entrar en el análisis de las causas por la cuales una persona se comporta así, sin equilibrio emocional e impulsada por el propósito de sojuzgar a quien convive con ella o, al menos, comparte momentos importantes de su vida. Esa tarea es para profesionales expertos en el comportamiento humano. Pero la fuente de tales procederes puede estar en la familia, la sociedad o en algún tipo de trastorno mental. Y sea cual fuere el motivo o la causa de esas actitudes, es obvio que quien actúa así debe someterse a terapia especializada para enmendarlas.
Este problema, aparentemente privado al principio porque solo compromete a la pareja, termina muchas veces afectando el núcleo social por las consecuencias que genera. Las estadísticas de violencia intrafamiliar son alarmantes. Según información de la Fiscalía General de la Nación, publicada meses atrás, en Colombia se denuncian 14 delitos de esta clase por hora. Es decir, Las dificultades de convivencia terminan convirtiéndose en acciones ofensivas, dañinas y delictivas. Pero también, por otro lado, los registros oficiales indican que en los últimos años aumentaron las tasas de divorcios y de procesos eclesiásticos de nulidad matrimonial. Esta realidad deja en evidencia que estamos en presencia de una “epidemia” de crisis en las relaciones de pareja. Al menos en Colombia. Sin embargo, el fenómeno puede ser más extenso y afectar también otras regiones del mundo. Pero ignoro las cifras relacionadas con el tema en otros países y me limito, por lo tanto, a las de mi entorno territorial.
Mi experiencia de vida me ha enseñado, como dije anteriormente, que existen tres principios básicos para que una pareja funcione de manera equilibrada: igualdad, confianza y respeto.
La igualdad a la que me refiero va más allá de una definición legal o del ejercicio de un derecho constitucional. Es entender y asumir que una pareja está integrada por dos personas que, aunque diferentes en muchos aspectos, son complementarias. Algo así como el yin y el yang. Por lo tanto, no existe superioridad ni desnivel entre ellas. Se trata, básicamente, de acoplar dos piezas de un sólido armazón. Por eso las diferencias en lugar de fracturar la relación la deben fortalecer si se aplican debidamente los dos principios restantes.
Cuando una relación se formaliza, aunque no sea ante un ministro religioso, un notario o un juez, sino mediante la voluntad manifiesta de dos personas de compartir un proyecto de vida, surge entre ellas un compromiso que nace, precisamente, de la complementariedad. Es decir, en la relación yo aporto de buena fe y motivada por el amor aquello que en mí es una fortaleza y me beneficio, en sentido inverso, de lo que me aporta mi pareja. Esa entrega mutua, impulsada por el deseo común de lograr lo mejor para ambos y basada en el convencimiento del proceder honesto de la otra persona, es la confianza. Creo que la asunción de ese compromiso, para que valga de verdad, no requiere de la firma de un contrato matrimonial ni de la manifestación de unos votos ante un sacerdote o pastor. Fluye del verdadero amor. Si te amo, me entrego a ti y creo en ti. Si me amas, te entregas a mí y crees en mí. No se necesita más.
El respeto en una relación de pareja es un valor que consiste sencillamente en reconocer y aceptar que la otra persona es diferente a mí y por eso tiene una identidad propia que la caracteriza. Es un concepto simple y sencillo pero difícil de asumir para una gran mayoría. Por eso no me gusta utilizar la expresión “media naranja”. Las dos mitades de una naranja son iguales. Pero una pareja está formada por dos individuos diferentes. Eso significa que ser parte de una pareja no quiere decir que se desvanezca o se pierda el sentido de individualidad. El “yo” se mantiene, pero en función del “nosotros”. Por esa razón, como lo dije en renglones anteriores, prefiero hablar de “complemento”. Hombres y mujeres son distintos en muchos aspectos más allá de las obvias desigualdades anatómicas. Comprender y asimilar esa realidad requiere, además de inteligencia, de un grado de madurez muy razonable.
En la práctica, si uno se atiene a las cifras de las estadísticas, debe concluir que quienes decidieron vivir en pareja creyeron estar enamorados cuando la atracción física era el factor dominante en la convivencia pero no soportaron al otro cuando “la química” se evaporó por efecto del desgaste que ocasionaron los problemas cotidianos y la realidad de haber conocido sin filtros las dos caras de la moneda de su príncipe o princesa. El mismo efecto produjo en otros casos el descubrimiento de las verdaderas intenciones con las cuales uno de los dos (o ambos) se involucró en la relación. Para algunos, la luna de miel (si la hubo) es el único recuerdo agradable que les quedó de su fallida vida en pareja. Ese fracaso no significa que se debe renunciar a la búsqueda del complemento. Solo se requiere actuar con cautela y conocer mejor a la persona pretendiente. Hay que proceder más con la razón y frenar un poco la emoción.
Adaptarse a la convivencia es un ejercicio que requiere poner en práctica todo un aprendizaje. No es fácil renunciar al egoísmo propio de quienes piensan que todo lo merecen y aspiran a que los demás los traten como seres superiores. Para eso hay que comprender que el amor es servicio, no servilismo; es entrega, no sumisión. Quienes asuman estas verdades con seguridad saldrán adelante. La felicidad en pareja es posible y vale la pena intentarlo.
En todo ese proceso los sueños juegan un papel muy importante. Recuerden que por ese medio Dios siempre le habla a cada ser humano de lo que ocurre en su vida y lo guía para que tome las mejores decisiones.