El amor incondicional es aquel que entrega todo a cambio de nada. El ejemplo que mejor lo ilustra es el amor materno como reflejo del amor divino. Cuando digo materno no quiero excluir a los buenos padres que trabajan incansablemente hasta el sacrificio para educar a sus hijos y hacer de ellos ciudadanos ejemplares. Ya lo dijo Rubén Blades en la canción “Amor y control”: “Solo quien tiene hijos entiende que el deber de un padre no acaba jamás. Que el amor de padre y madre no se cansa de entregar. Que deseamos para ustedes lo que nunca hemos tenido…”

Creo que esa clase de amor la recibimos los hijos que tuvimos la fortuna de tener (o haber tenido) padres y/o madres ejemplares. Sin embargo, hoy quiero referirme al amor de aquellos hijos que en reciprocidad entregaron (o entregan) sus vidas al cuidado y atención de sus padres. Quizás de estos casos se habla poco porque esa abnegación muchas veces no es visible. Pero se trata de un verdadero apostolado que se ejerce paredes adentro de un hogar.

A pesar de la aparente invisibilidad de esas relaciones filiales, los sueños evidencian esos casos porque, después que parten al plano espiritual, los padres que recibieron esas atenciones procuran proteger a esos hijos.

He querido tratar este tema a propósito de una experiencia personal. Cada que vez que mi madre (ya fallecida) se aparece en mis sueños entro en alerta porque generalmente me pone al tanto de situaciones que están viviendo mis hermanos. Sus mensajes son muy directos y a pesar de que todos sus hijos vivimos en diferentes ciudades, me entero de problemas o inconvenientes que ellos no me han contado. Especialmente cuando se trata de episodios relacionados con su salud.

Su mensaje de anoche me impactó porque, después de nueve años de su partida al mundo espiritual, me hizo comprender la realidad actual de una de mis hermanas. Precisamente la hija que nunca se casó, que no tuvo hijos y fue su fiel compañera hasta su fallecimiento a la edad de 97 años. Entendí que mis demás hermanos y yo no fuimos conscientes de su nivel de compromiso y asumimos con naturalidad que estuviera siempre en el hogar paterno atendiendo a nuestra madre. Para contextualizar mis palabras debo decir que mi madre falleció en el año 2015 después de 46 años de viudez. Desde 1969 quedó sin esposo y con 10 hijos a cargo. Con el paso del tiempo, poco a poco mis hermanos y yo fuimos saliendo de la casa para formar nuestras propias familias, con excepción de esa hermana.

Anoche comprendí que mi madre era el mundo de mi hermana, era la persona que le daba sentido a su vida. Por eso, desde su fallecimiento, no ha superado la tristeza que le produce su ausencia física. No ha procesado el duelo de la separación. Su llanto continuo durante nueve años no es aceptado por el resto de los hermanos y creemos que la sensación de soledad que la carcome no tiene razón de ser porque cuenta con nueve hermanos que, de distintas maneras, la rodeamos y estamos a su disposición para brindarle apoyo. Ella considera, además, que Dios fue injusto por arrebatarle a su madre, la persona que más necesitaba en su vida. Siente, incluso, que ya no tiene motivos para seguir.

Mi madre, desde su condición espiritual, me expresó un deseo ferviente que entendí como una solicitud de ayuda: que su hija acepte que ella ya no está presencialmente, que recupere la alegría de vivir y no olvide que sus hermanos son su apoyo. No es una tarea fácil sin duda alguna. Pero tampoco es una labor imposible. Por eso considero que este es el momento de expresarle a mi hermana mi agradecimiento y admiración por haber estado al lado de nuestra madre durante setenta y un años. Siento que es un espíritu especial que vino a llevar a cabo una misión que no todos los hijos estamos dispuestos a cumplir. Ella evitó o al menos atenuó la sensación de nido vacío que dejamos en su corazón los que salimos de casa poco a poco. Fue su compañera, cómplice y confidente. Gracias, hermana.

He hablado de mi hermana porque es un caso que conozco de primera mano. Pero existen muchos otros, incluso de hombres que igualmente dedicaron su vida a atender a sus madres. Sé de un señor, hijo único y huérfano de padre, que dedicó su vida a proporcionarle a su madre todos los cuidados y las atenciones hasta su muerte. Después continuó su vida, contrajo matrimonio y constituyó su propia familia. Sin embargo, la tendencia actual es la de apartar del seno familiar a los viejos, especialmente si han quedado solos por la muerte de sus parejas. Los hijos de hoy (claro, no todos) creen que el deber de atender a los mayores es una labor de terceros, llámense enfermeras o cuidadores. Estiman que, a cierta edad, los padres deben mudarse a los llamados “hogares de ancianos” porque en casa no hay quien se encargue de ellos. Es decir, ya no son útiles y los tratan como cosas desechables. Prometen visitarlos y después los olvidan. Tristemente, a esos ancianos la soledad los marchita lentamente. Me parece una infamia pero ellos dicen que es lo mejor. Yo sigo creyendo que solo el amor y la compañía de los hijos y nietos proporcionan alegría y vitalidad a quienes llegamos a los años dorados.

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