Amores y grandes amores. Roberto Triana ha sido uno de ellos. Todavía conservaba los ademanes de niña cuando conocí a Roberto Triana. Y con el atrevimiento que da la juventud tuve el descaro de recomendarle la lectura de Proust, ese día me miró incrédulo y sonriendo como solo él sabe hacerlo, con ese gesto seductor y furioso cuando algo le desagrada tomó nota y decidió quererme.

Compartimos un tucán, que en uno de sus viajes dejó la habitación hecha un cuadro expresionista con las huellas de sus cagadas. Se había marchado al Chocó a filmar una película y me dejó en aquella casa de La Candelaria provista de algún dinero para comer, pero preferí hacer muchas fiestas, ignorar el tucán y sentir que una fuerza poderosa me protegía. Era Roberto el ser mágico al que Simone de Beauvoir y Jean Paul Sastre visitaban todos los veranos en Roma y quienes luego de haberlo conocido en la plaza Navona, lo convirtieron en amigo.

La vida contada por los allegados de Roberto era de una fantasía proverbial: creador de películas al lado de Passolini, fabulador y personaje instalado en Roma, al que acudía todo aquel que deseaba rascar la superficie de la ciudad eterna y encontrar los caminos de las historias más bellas o siniestras.

El hermoso cicerone de Roma, el colombiano que buscó al poeta de la generación del 27, Rafael Alberti, una casa cerca de la Via Moserrato, tenía nostalgia de Colombia. De la exuberancia de sus paisajes. Ya nada por fuerte o diferente que fuera lo seducía tanto como la idea de regresar a Colombia y retomar su vida de cineasta.

Atrás quedaron los palacios, y las películas realizadas en Roma, y los vientos y cafés de una ciudad que lo había acogido con generosidad.

Envuelto en su aire de leyenda lo encontré en el Callejón del Embudo, en el barrio La Candelaria de Bogotá. Terminamos compartiendo casa. Amaba aquel lugar porque desde la terraza parecían discurrir los fugaces vientos romanos. Allí soñábamos con películas imposibles de rodar en Colombia, ficciones con huevos de Toro y personajes con rasgos míticos. Su corto Efímero se escribió en esa terraza, con el amparo del cerro Monserrate.

Después empezaron las películas etnográficas, hechas con grandes dificultades. La primera que realizó en el Putumayo le fue arrebatada, algo de lo que nunca ha dejado de dolerse, pues el mundo de Roberto Triana, solo él lo conoce y maneja. Pero el nuestro era divertido, loco, y sobre todo lleno de historias que todavía no me siento capaz de contar en su totalidad.

Mi carrera como periodista apenas estaba en la fase de estudiante. En la cocina con mi máquina Hermes baby, hacía los deberes que él siempre revisaba. Y entonces una vez tomando café en la Librería Nacional de la Séptima aparece un hombre muy grande.

Roberto, ¿quién es él? y muy serio me responde: es un brujo y a los brujos no les sonrío porque me roban los dientes.

-¿Cómo es para no volverme?

La cabeza parece el primer plano de un viejo bisonte que se ha puesto un penacho de plumas para asustar a Búfalo Bill.

Seguimos nuestra conversación ya olvidados del personaje, cuando de repente se nos acerca y se presenta: “Hola”, nos dice. “Yo soy brujo de profesión”.

Quedé tan impactada que no tuve más remedio que escribir un artículo sobre Roberto que empezaba con ésta historia. Lo llevé a Cromos y Fernando Garavito lo público, no sin antes recordarme que en periodismo no se mentía.

Acaso había verdad o mentira en la vida con Roberto. Con él solo la magia y la situaciones más inverosímiles. Puertas abiertas con sus bestiarios, publicado uno en Italia, con grabados del pintor Sandro Chía, y otro en Bogotá, en Arte dos Gráfico. Y películas y documentales con su forma de ver el mundo tan particular y comprometido que le valieron el Premio Nacional de Vida y obra en 2014. Quedé muy conmovida cuando encontré una foto mía, en el libro que le hicieron, ubicada en la galería de los amigos.

Después de muchos años sin verlo, lo encontré en su casa, convertido en un anciano hermoso y vulnerable. Triste porque los edificios que se construyen alrededor le van quitando la luna, el sol, el cerro de Monserrate que tanto ama. Polvo y ruido que se meten por todos los rincones de la casa, obligándolo a pensar a sus años cual podrá ser el refugio para seguir con sus proyectos, lecturas y recuerdos. Lo abracé fuerte y profundo rogando para que el hombre de aquel poema: “cuando los planetas giran en su propia ficción tú llegas nadando y en el flanco traes la huella luminosa de quien te acaricia antes de encontrarte conmigo”, tenga paz y tiempo para seguir con sus viajes, películas, poemas y sueños.

Roberto amigo, cineasta, evocador, provocador, va para ti mi primer texto en los Mundos de Vandalia.