Dentro del sofisticado espectro de restaurantes en el País Vasco que ostentan fama mundial, este establecimiento centenario es tal vez el que mejor ha mantenido las tradiciones de la cocina vasca.
En 1897 los abuelos de Juan María Arzak Arratibel construyeron la casa donde luego prosperó una bodega de vinos y una taberna en el pueblo de Alza, en el País Vasco. La madre del chef, Francisca Arratibel, convirtió la humilde taberna en un lugar de postín donde se ofrecían todas las referencias de lo que se considera esencia de La Cocina Vasca: Merluza en salsa verde, cocochas al pil-pil, bacalao a la vizcaína, chipirones en su tinta y el pastel de kabrarroca. “Verde, blanco, rojo y negro: Los platos para la historia que deja La Cocina Vasca” según la opinión del Juan Mari Arzak.
En 1966, Paquita, cedió una parte del restaurante a su hijo que llegaría a ser el más respetado chef de la gastronomía española. En 1974 se creó el Premio Nacional de Gastronomía para entregarlo al primero: Juan Mari Arzak.
El pueblo de Alza es hoy un barrio de San Sebastián, capital de Guipúzcoa, frontera con Francia. Ciudad con menos de 190.000 habitantes y que reúne entre sus restaurantes a dieciséis estrellas Michelin y entre ellos tres que son de la máxima categoría y uno, el primero de España con tres estrellas, Arzak, el que más tiempo lleva en esa categoría: 25 años.
73 años de vida tiene hoy Juan Mari. Su historia de tesón, curiosidad y talento es lo que le hace ser el referente de una gastronomía que ha marcado de forma indeleble las cocinas de todo el planeta. De las dos hijas de Arzak, Elena eligió el camino de los fogones y Marta el del arte. Pero si a su padre se le conoce como el viejo rockero, Elena podría llamarse la doncella de la cocina por su delicadeza para tratar todos los matices de un negocio que no se limita a dar comidas. Educada en Suiza, trabajó en los mejores restaurantes europeos, incluido el Bulli. El regreso de Elena aportó luminosidad, color, ligereza y apuestas cada vez más arriesgadas y artísticas. Se cambiaron las vajillas, los uniformes, la decoración del comedor pero nunca la esencia de una cocina basada en la excelencia del mercado y en los códigos de una cultura que ha amado el perejil, el ajo y las cocciones largas en pucheros de barro al calor de la leña. La idea es tan práctica como acertada: trabajar los platos clásicos de la gastronomía vasca para conseguir la máxima jugosidad con los productos de la región. Un banco de sabores compuesto por más de mil ingredientes y un equipo de investigadores confirman cada día las estrellas de Arzak.
La vivencia
Llegó a las doce de la mañana con las palabras de Elena. “Solo podemos recibirte una hora”. Cuando recuerdo la primera vez que fui a ese lugar se me viene a la cabeza la imagen de Juan Mari buscando por toda la cocina un rollo de fotografía que se me había caído y luego las tardes de anécdotas e historias de un cocinero que nunca ha pecado de soberbia. Me llevan primero al laboratorio donde están las liofilizadoras y aparatos con los que se hacen pruebas diariamente. Después a una habitación de techos altos donde están alineadas y clasificadas todas las especies y materias primas con las que Arzak se ha mantenido año tras año entre los diez mejores restaurantes del planeta. Veo luego una cocina por donde trasiegan más de veinte personas que elaboran fondos en una coreografía perfecta, y empacan increíbles bombas de sabor. Este lugar tiene en su haber galardones como el Premio Veuve Clicquot a mejor chef del Mundo, otorgado a Elena en 2012 con la aprobación de 837 críticos.
Luego está la cava, sostenida por un roble centenario, metáfora de lo que significa la casa que lleva cuatro generaciones trasmitiendo felicidad y secretos de la alta gastronomía. Más de 6.000 caldos de diversas denominaciones, reposan en un lugar con precisas medidas de ventilación para que no pierdan ni sabor, ni olor, ni color.
Juan Mari está en la mesa del chef, probando un nuevo plato al que no me acerco porque todavía es secreto. Después de varias pruebas saluda y se excusa porque lleva una mañana muy agitada. Y sin embargo saca tiempo para dejarse fotografiar con su hija.
El comedor de Arzak es blanco y gris, adornado con grafías japonesas, cultura que siempre ha entusiasmado tanto al padre como la hija, y tiene capacidad para unas cuarenta personas que serán atendidas de una manera personalizada e inusualmente cercana. Juan Mari y Elena tienen por costumbre saludar a los comensales, dejarse fotografiar con ellos y contarles con toda naturalidad los detalles de una cocina en constante renovación.
Primero llegan los aperitivos: morcilla servida en una lata de la emblemática casa de cerveza Keller, gyoza de gambas y moringa, pudin de kabrarroka con kataifi, galleta de lenteja con sam-jamg y vainas marinadas con paté de pichón. Viene una copa de champan sugerida por Mariano Rodríguez, el sumiller que acompaña a los Arzak hace más de treinta años. Aunque las tierras de ésta región por la cercanía del mar son buenas para el ganado, el huerto y la caza, yo prefiero el menú marino, pues el cantábrico frío y atlántico acerca a la mesa verdaderos manjares que aquí se tratan con mimo y acierto. Van llegando platos, o mejor, pinturas comestibles que hay que romper y mezclar con delicadeza para que todos sus sabores exploten en la boca: manzana inyectada de remolacha con foie cremoso y nácar de patata, bogavante mar y huerta acompañado de un crep crujiente con forma de estrella y hojas frescas, kokochas de merluza en hojas de bambú y semillas de teff, txangurro sobre roca de algas y cubierta de huitlacoche, lomo de rape asado junto con filetes de ruibarbo y lirios fritos. El escaparate de locuras empieza a cerrarse y lo hace con broche de oro: cremosos de queso con bayas de aronia y pera, para rematar con limón negro crocante, espolvoreado con el mismo fruto y relleno de crema cítrica dulce.
Arzak se sienta a charlar y trae su ferretería de chocolates para terminar una velada deliciosa. Elena tampoco puede sustraerse a ese cariño que les caracteriza, convirtiendo un hora en 360 minutos de atenciones.