En 1991, año en que llegué a Madrid, era habitual encontrar debajo las barras de los bares huesos de aceitunas, servilletas restos de pipas y colillas, sobre todo muchas colillas porque el aire de las tabernas era denso, totalmente colonizado por el humo del tabaco negro, el preferido de los auténticos hombres y mujeres del foro.
Madrid se distinguía por ser la ciudad con más bares por metro cuadrado del mundo entero. Todos seguían ese patrón canalla que tantas emociones aportó al viaje literario del escritor Juan Madrid.
El Palentino, bar mítico para el cineasta Alex de la Iglesia y el cantante Manu Chao y todos aquellos malasañeros de estirpe, cerró hace pocos días, porque su esencia cutre o barriobajera no aguantó los embates de la belleza y estilazo que domina la hostelería en los tiempos que corren. Alex de la Iglesia construyó muchas de sus historias en este lugar e incluso le rindió su personal tributo con la película El Bar, y, aunque se hizo una copia del Palentino en un set, el protagonista es éste lugar ubicado en Malasaña, en la famosa calle del Pez, en la que se percibe lo mucho que han cambiado los garitos en Madrid. En sus locales se respira un aire limpio, libre de tabaco, en los bajos está muy mal visto tirar basura y desde luego son caros y tan llenos que se vuelven aburridos. Nadie conoce a nadie y el imperio de los selfies, las tablet y los móviles convierte el tiempo en un ejercicio vacío y ajeno.
El recién renovado y recuperado Café Comercial, mantiene una política de cercanía para que los resistentes habitantes de Malasaña puedan acceder a sus mesas. Las salas de abajo funcionan como cafetería entre los servicios de comida-almuerzo y cenas. No así en la barra donde una caña se cobra de escándalo, 2.80 euros con un aperitivo de aceitunas.
Los grupos de asiáticos y viandantes que se acercan masivamente ven en estos templos la realización de sus sueños, cuando se sientan en las renovadas escenografías a tomarse una caña o degustar un café con churros o porras, o a caminar calles y escenarios preparados para sus visitas.
Hay lugares como La Ardosa que sencillamente han entrado a la modernidad haciendo más eficaz su apuesta informativa, pero conservando mobiliario, carta y espíritu. Y allí sí que se siente el atasco. Sus toneles redondos, que impiden jerarquías procuran un momento de apretujamiento y buena mesa, a veces tan excesivo que dan ganas de empacar la comida e irte al banquito a comerla cual vagabundo feliz.
Ya Madrid, como Barcelona empieza a notar el exceso de turismo. Los fines de semana es imposible sentarte en tu bar preferido a ver el paso de las horas con tu periódico o alguna exigente lectura, que demanda silencio y algo de espacio. Las mañanas del fin de semana pertenecen al turista, y la congoja al vecino que ve usurpada su silla y contaminado su espacio vital. Hay que ingeniárselas para disfrutar de una ciudad que va perdiendo a pasos agigantados su esencia provinciana para bien de la economía y tristeza de quienes han habitado barrios que llegaron al desplome y que de repente empezaron a ser recuperados por emprendedores e inversionistas.
El turismo se ha convertido en un motor que genera suculentos dividendos, pero que convierte las playas, los patrimonios y las ciudades en lugares que llegan a ser repelentes por el exceso de turistas. La solución para muchos pasa por gravar los destinos más solicitados, pero para los más sensatos lo importante es es la educación, la inversión, y el control por parte de las autoridades locales.
Las ciudades como las personas a pesar de esa aparente invasión siempre conservan sus secretos. Y en el mundo entero si te alejas de las calles de moda siguen existiendo bares amorosamente conservados en los que nadie te disputa la silla. Pero hay que adentrarse en la ciudad y examinar sin miedo los rincones de bares y jardines que resisten el catódico empuje de la modernidad.