Es una ciudad que no se disputa nadie y que hace tiempo dejó de ser el lugar de moda o el destino al que todos sueñan con ir. Auténtica y encantadora, ha renovado sus tranvías y convertido sus plazas y bares en lugares para pasear sin prisas, en medio del lujo de poseer el tiempo y la belleza de las ciudades que no han cedido al dictado del turismo de masas y que sostiene ese ritmo apto para conversar y realizar recorridos llenos de arte y sorpresas.
No sé nada de Turín diferente a lo que cuentan las guías de turismo. Que si tiene los museo de arte egipcio y el cine más importante del mundo e imponentes palacios barrocos, 25 kms de corredores porticados que abrazan la ciudad y una luna escoltada por los Alpes, que cuando se posa en el río Po se convierte en uno de los espectáculos más conmovedores de la ciudad. Algo más sé, y no está escrito en ningún rincón de sus paredes o callejuelas. Desde que pisé sus calles, un extraño amor, que ahora es nostalgia, me acompaña.
Me he prometido alargar esa fijación viviendo en una ciudad que hace tiempo ostenta ese «discreto encanto de la burguesía» y que entrega más de lo que un viajero puede soñar.
A Turín la define sobre todo esa vieja tradición de platos fuertes, elaborados con harinas traídas de todo el país y alimentados por una huerta variada aderezada por hierbas de montaña y los olores de la famosa trufa blanca de su vecina Alba.
En sus mesas se palpa el tiempo lento, de pastas y chocolate pues fue allí se inventó la moda del grissini y el chocolate, presentado por primera vez en 1560 por Enmanuel Filiberto de Saboya y patentado por el maestro chocolatero, Doret, primero en solidificar el chocolate.
Luego, los importadores de café hicieron famosa esa bebida de cacao, café y crema de leche, tan sabrosa y perdurable como los bombones de chocolate y avellana.
Mantequilla, trufas, carnes de la Lombardía, rissotos y mesas donde los italianos viven toda la gloria de una gastronomía que llegó para expandirse y quedarse en todos los rincones del planeta. Esa dicha tienen.
Una añoranza olfativa, romántica y realmente italiana que me lleva siempre a una tarde deliciosa en la ciudad que inventó una forma de amar, vestir y ¡comer|, aunque se tenga en un cómodo y extraño olvido.