Foto: Victoria Puerta. Aunque se insiste en que no deben ponerse mascarilla para ir a comprar, el miedo y la desconfianza han hecho habitual ésta imagen en el supermercado.

En  mi edificio marcado por muchos apartamentos que dan al interior de un gran gran patio de luces, desangelado, muy propio de esa construcción racionalista y pobre de los años 70, le ha llegado la alegría de la mano del coronavirus. Cada día a las ocho de la noche comienzan los aplausos a los sanitarios de Madrid y desde el primer día un grupo surgido de las tinieblas ameniza el ritual con música en directo. Al parecer algún vecino se ha quejado porque han reducido el regalo musical a solo una canción. El primer día fueron tres y al gente quería más.

Son esas cadenas invisibles las que empiezan a ser fundamentales para aguantar un encierro que es posible aliviar sacando a pasear al perro, aunque sea uno de peluche, o comprando pocas cosas para hacer el paseo diario al super».

Y es en la compra de comida donde la inquietud que provoca el covid-19 se vuelve aún más enigmática, pues aunque se aprecia una cierta tranquilidad, sigue faltando en algunos el papel higiénico y la atención con mascarilla, los compradores tan escasos, y la distancia convierten el otrora feliz acto de comprar en un actividad que no se sabe si es riesgo o necesidad.

Foto: Victoria Puerta. Soledad y miedo en una ciudad acostumbrada al bullicio, el paseo diario, a la seguridad y el buen vivir.

Siempre tan agitada y abierta, Madrid es ahora un escenario vacío por donde se circula con miedo y distancia. Lo que no mate el virus lo hará el encuentro con nosotros mismos, con nuestra dependencia de la calle, del bar, a «la caña», a la moda y al placer de ser ciudadanos cubiertos por toda clase de privilegios, ajenos a lo vulnerables y estúpidos que podemos llegar a ser ante una emergencia.

Antes de que el covid-19 se instalará veíamos el encierro en Italia-tan cerca en afectos y deseos, destino preferido de los españoles para darse una escapada de fin de semana-como un problema de los italianos, al punto que el primer ministro, Conte, llegó a quejarse de la indiferencia de sus socios comunitarios con su tragedia.

Pero una mañana España amaneció enferma y desde entonces no ha parado de crecer el contagio, las medias verdades y el encierro. Y todos aquellos que lo han padecido en las calles o en la enfermedad , se ven ahora más acompañados por esa España rica, que se ha permitido recortar la sanidad pública y privatizarla y que ve ahora con angustia que no cuenta con los suficientes recursos para cercar y domar un virus del que se escuchaba hablar con oídos sordos.

El coronavirus nos ha puesto en riesgo de morir de nostalgia por lo que vamos perdiendo por la insensatez y el consumo. Pero es necesario correr el riesgo de sentir y pensar de nuevo quiénes somos y a adónde vamos, aunque la neurociencia afirme que el ser humano no aprende de los errores y los más optimistas que la resilencia es la madre de todas las recuperaciones.

El planeta llora sus muertos, pero también vive una tregua de tantas y variadas formas de exprimirlo y contaminarlo. Lo ideal es que el descanso no se prolongase a través de la enfermedad, sino de la conciencia para hacerlo nuevamente un planeta amable.