Ilustración de Unomás. Parecía una broma cuando Víctor Sánchez, Unomás,  me envió esta postal desde Suiza, hace ya cinco meses.

En el nuevo escenario marcado por el coronavirus, las mascarillas se han convertido en objeto de controversia, exposición y marcador de clases.

Ilustración de Unomás. «Il dottore della peste» imagen que de tanto usarse nos ha hecho olvidar que era la viva imagen  de la muerte en la Edad Media. Ahora podría ser parte de una campaña de publicidad de alguna importante marca de moda.

A cuenta de las mascarillas se ha puesto en evidencia el desmonte de la sanidad pública en el mundo entero. Amazon te lo trae todo a la puerta de casa, pero al inicio de pandemia no podía servirte una mascarilla

Ilustración de Unomás. No basta con la mascarilla, sobre todo se necesita volver a dotar la sanidad pública de medios de atención y contención.

Cuando todavía se desconocía el mortífero alcance del coronavirus o COVID-19, en occidente solía pensarse que las  mascarillas eran una excentricidad propia de Asia donde uso es bastante frecuente. En la edad media, ante la destrucción causada por la peste bubónica, “Il dottore de la muerte”  usaba una mascarilla cuyo pico estaba lleno de hierbas para repeler los malos humores. Luego se demostraría inútil, pues lo que causaba la enfermedad era la picadura de pulgas. Desde entonces se ha convertido en el diseño más recurrente en toda la historia del Carnaval de Venecia. Las mascarillas llegaron para quedarse y quizá lo más cuestionable para proteger nuestras vidas.

Ilustración de Unomás. Tendencia artística, pero también salvavidas.

Después de bulos, recomendaciones, promesas y disertaciones de la comunidad científica y de la OMS, el último informe ha sido tajante: “solo nos protege la mascarilla y la distancia social”.

De la distancia social líbrame Dios, pues parece que después de tanto confinamiento es lo que menos  le gusta a la gente. Lo  suyo es pegarse, achucharse, encontrarse y desafiar cualquier recomendación que no sea volverse a ver y compartir. En cuanto se hacen  desconfinamientos las ciudades regresan al libre albedrío y a las protestas, muy razonables, pero vaya usted a saber cuanto de contagiosas y peligrosas. Armados de mascarillas, que a veces parecen más bien bufandas, o meros objetos de decoración, el mundo se  ha entregado de nuevo al dulce encuentro de la caña en la terraza, del paseo y la vuelta al trabajo, sin tener todavía la certeza de que los gobiernos han solventado las carencias de sus sistemas sanitarios, privatizado en casi todo el mundo.

Fotografía: Victoria Puerta. Al principio de la pandemia las mascarillas parecían juego de niños.

Y esa privatización también se vive con ese pequeño objeto que ahora es el reclamo más efectivo de las cadenas comerciales, que lo ofrecen en colores divinos, en estilos distintos, pero ineficaces al carecer de los filtros homologados por las autoridades competentes.

Dime qué mascarilla llevas y te diré donde haces la compra, cuan abultada es tu cuenta bancaria o sencillamente de que carece tu vida. Un arma para luchar contra el virus que tiene parado y en vilo al mundo, pero que al final de cuentas lo que nos está contando desde el principio es que somos zombies a los que la redes, las falsas noticias y las mascarillas nos controlan la vida. 

Sin noticias de la vacuna

España, que se preciaba de tener uno de los sistemas sanitarios más eficientes del mundo, ha demostrado su gran debilidad a la hora de proteger a sus sanitarios. Más de 100 han muerto y otros miles se han contagiado por protegerse con mascarillas defectuosas o inadecuadas.

La polémica está servida cada día a cuenta de ellas. Y desde luego los rostros a medio cubrir por las mascarillas son el símbolo más claro e inequívoco de una nueva realidad en la que no solo toca protegerse por seguridad propia, sino como gesto de solidaridad colectiva, pero que dado el material con que se fabrican, el cansancio, la contaminación tan elevada que producen y el incordio que supone llevarla todo el tiempo, lo importante, lo legítimo, lo vital es que los gobiernos vuelvan los ojos al fortalecimiento del cuidado de sus ciudadanos y que dejen de fantasear con que ese objeto necesario, pero de dudosa eficacia, sea el único recurso para afrontar la letalidad de un virus que no tiene visos de quererse marchar.  

Rogamos para que las mascarillas de hoy sean mañana un elemento de carnaval y no la única forma de salvar vidas.

Cuando pase el miedo y el coronavirus sea una anécdota triste pero tan lejana como la gripe española, o la peste que asedio a Europa en la Edad Media, seguramente las mascarillas serán un motivo festivo en los carnavales del mundo. Y seguramente seguiremos custodiados por políticos que ya habrán aprendido a ponerse las mascarilla, pero no el remedio eficaz y seguro a una pandemia y al derecho universal de ser atendido en la sanidad pública.