Como se va lo bello, desaparece lo triste. Y en ese continuo cruce de maldad y ternura, de enfermedad y alegría, se encuentra una respuesta para cada cosa. La economía naranja está en números rojos y abierta a una indagación permanente.
La pandemia me ha pillado en un lugar del planeta donde no hay nada, ni siquiera covid, sin embargo, han cerrado el centro de atención primaria, el mercadillo de los sábados, no se han celebrado las fiestas del pueblo, ni toros ni orquesta y la promesa de invertir el dinero no gastado en reformas urbanísticas. La gente, aburrida de ese mundo de privaciones y medias verdades, ni entiende, ni pregunta, porque el muro levantado por la administración es inexpugnable. Después de dimes y diretes conseguimos una pequeña parcela cedida por el ayuntamiento, donde crear un huerto. Y ha sido la experiencia más bonita y gratificante que he vivido, pues como afirmaba el cineasta Bigas Luna «cuando uno se inicia en la tarea de hacer un huerto se inicia también en la de entender la vida».
Hace tiempo que movimientos sociales como Slowfood, Greenpeace, y otros tantos miles que se desarrollan a lo largo y ancho del mundo, venían advirtiendo de lo caro que era para el planeta nuestro modelo de consumo. Ahora que se han venido abajo los modelos de ocio y negocios, los gobiernos todavía no han sido capaces de dar una respuesta. Están ocupados tratando de frenar una pandemia que todavía no ha mostrado toda su carga destructiva. Y ahora, los conspiradores nos asustan, los científicos nos previenen, y los pensadores advierten sobre la contradicción e incongruencia, no por advertidos nos damos por enterados. Las economías más desarrolladas lo están viviendo con más angustia pues son estados de bienestar que aún no saben hasta cuándo podrán sostener el parón de la economía o cómo enseñar a una sociedad malcriada y libre.
Cuando empezamos a mirar la tierra que nos habían asignado nos vinimos un poco abajo porque la promesa de fertilidad y romanticismo era difícil de cumplir. Las semillas cambian de un año para otro y aquellos productos habituales en el supermercado o en las ferias gourmet son casi imposibles de conseguir. Al final, encontramos a un estudioso de los tomates que antes se cultivaban en la huerta valenciana, pero de sus semillas apenas pelecharon algunas matas, pero esas pocas dieron tantos frutos que hicieran del verano una fiesta. Observando el progreso de calabacines, berenjenas, alficores y calabacines recordé el libro de Carolyn Steel, reseñado por el evento de Slowfood,Terra Madre. Sitopia: Cómo la comida puede salvar el mundo, es un alegato en favor del alimento. En sus páginas explora las conexiones de los alimentos y nuestra relación con ellos. Y pide que la comida vuelva ser debidamente valorada, restituyendo su lugar en el corazón de la sociedad y de nuestro pensamiento. Sitopía , es una palabra que a diferencia de la Utopia, sí es una realidad «que no se encuentra debidamente encaminada».
La cultura gastronómica marca el camino correcto para reconducir la forma de vida anclada en un capitalismo salvaje y en una sobre explotación de los recursos naturales y yo diría que hasta emocionales. La oferta era ilimitada y muchas veces el dinero no daba para todo.
«La Lentitud» es un movimiento que encierra muchas, variadas y optimistas respuestas a la era de la globalización, seriamente tocada con la pandemia provocada por el coronavirus. La comunidad científica busca desesperadamente un vacuna para frenar el impacto de un virus que va colapsando el mundo. Pero existen otros paliativos y vacunas que pueden ayudara lidiar todas las emergencias que afronta el planeta.
La primera es regresar con una mirada más limpia a los modos de producción que la industrialización ha impuesto en los últimos tiempos. Una revolución verde que ya no es una opción, sino una obligación. El cambio climático ya está aquí. Otro modelo se impone.