No soy una mujer patriota, menos si el patriotismo es comprendido desde la vociferación de quienes con la mano firme en el pecho señalan que tienen un corazón grande. Esa patria no es la mía, es de los patrones, los patriarcas, los patricios y los patrimonialistas que defienden a muerte una idea de país que recorro desde los bordes.
Vivo en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, uno de esos lugares que mirado desde la capital es periférico, orillero y subalterno. Donde el pensamiento propio se esquilma con gestos de autoridad y donde gozamos a solas los triunfos de nuestra gente. Por eso cuando Oscar Figueroa levantó las pesas del oro en los juegos olímpicos sentimos una singular complicidad que lejos de ser nacionalista representa todo lo contrario: La satisfacción marginal de quienes se cuelan entre las grietas enormes de la desigualdad y emergen sin el hollín a cuestas.
Dicen quienes lo conocen que viene de una familia de mineros y pescadores, oficios marcados por la derrota y la obstinación porque la terquedad de arrancarle piedras y peces a la tierra está hecha del mismo material que le permitió a Figueroa soldar su muñeca, la espalda, sortear el ejército y la descreencia. Nos hermanan la pobreza y la soledad de gente que contra olas, a los puños y otras a punto de pedal, como en el caso de todos los Nairo Quintana, sacan la cabeza del estercolero y sonríen.
Estos triunfos no le pertenecen a un país que pasado mañana no recordará uno solo de estos rostros. Ni siquiera a las multinacionales cuyos emblemas publicitarios logran borrar la nacionalidad. Estas victorias le pertenecen a las veredas, los pueblos y las orillas donde crecieron estos intérpretes del escepticismo. Y es que debe ser duro disciplinar el cuerpo guiado tan solo por la esperanza de llegar a algún lado.
Lo nuestro en cambio es ironía pura, nuestros nadadores subacuáticos ganan medallas cultivadas en un mar perdido como si los competidores se premiaran con caballitos de mar: Juan David Zúñiga, Alexander Jiménez, campeones mundiales en Grecia y Palma de Mallorca, ambos suman cuatro medallas de oro; los subcampeones Wendy Muñoz, Giselle cantillo, Camilo Sierra, tres de bronce y tres de plata. Hombres y mujeres peces que se sumergen en abismos que solo reconocen quienes comparten el mar como destino. En este país de tierra firme nadie sabe quiénes son y lo que representan para el archipiélago.
Ni qué decir del patinaje. Por ausencia de un patinódromo, los jugadores entrenan en el lugar más peligroso de la isla de San Andrés, el parqueadero del Aeropuerto Rojas Pinilla, de ahí salieron figuras como Shanineen Howard, campeona mundial juvenil, y Pedro Causil, campeón nacional, centroamericano, bolivariano, suramericano, panamericano y dieciocho veces campeón mundial, quien ahora bajo el amparo de la Federación Nacional de Patinaje representará al país en cinco copas que definirán su clasificación en las olimpiadas de invierno del 2018 en Corea del sur en la modalidad de patinaje sobre el hielo. La ironía es evidente, un san andresano competirá en la nieve.
Con ellos inauguro un deseo inusual de levantar una bandera, de cantar un himno o hacer una perorata sobre la esperanza. Me repito a solas que el mar estará presente, al final la nieve es solo agua de mar congelada.