Tobón tobogán – Simón Sánchez S.

El Cristo de Cumaná se llama Aníbal Tobón Bermúdez y hace milagros.  Lo es no solo porque cada año hiciera la representación del Santísimo encaramado sobre un crucifijo de madera durante las celebraciones de la Semana Santa en Venezuela.  Es el Cristo sobre todo por el poder que tienen sus milagros.

Lo sé porque lo viví.  Hace algunos años mi familia sufrió una calamidad debido a una persecución “legal”, de esas que en este país son el pan de todos los días. Junto a mis hijos, pequeños aún, me encerré durante un año mientras esperaba una salida digna y sorteaba las amenazas que prometían apagar la luz, desaparecer los alimentos de la mesa y eliminar el poco sosiego que nos quedaba. La tristeza cotidiana hacía un hueco en mí estómago y me doblegaba hasta el llanto. Una noche, en la cima de la desesperación, intenté una oración arrodillada frente a la indolente nada que no devolvía siquiera el eco de esa terrible soledad que es la víspera de un abismo peor.

Llevé la intención de pedir piedad hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, la esperada oración no alcanzó a salir por mi boca. Desdoblé molesta las rodillas, segura de mi incapacidad para tales asuntos. No lograba entender el porqué. Tal vez faltaba una imagen, tal vez Dios necesitaba ver su reflejo en cualquier espejo, o simplemente necesitaba recordar con un retrato la razón de mi postración. Busqué imágenes que no encontré por ningún lado, entonces entre el rebujo de cartas viejas, papeles y álbumes encontré la foto en blanco y negro de Aníbal Tobón, cargando la cruz en su representación habitual en Cumaná. La tomé entre mis manos como quien carga a un niño y la puse frente a dos velas encendidas asumiendo que era el Cristo de quien esperaba respuesta. Lloré, pedí y me quedé dormida en el suelo.

Al día siguiente me levantó la sirena de los barcos en el puerto. La mañana surgía benévola cuando sonó el teléfono con los estertores del último pago. Escuché la voz de Aníbal al otro lado de la línea ¿Cómo estás Marrymaty? Lo dijo arrastrando las erres. Anoche soñé contigo. Hice un largo silencio mientras él contaba. –Mi papá murió hace treinta años de un infarto en un avión y desde ese día nunca había soñado con él.  Anoche lo vi, estaba sereno, venía caminando por un túnel mientras yo lo esperaba en la orilla, caminó despacio con algo en la mano, Marrymaty; me traía un regalo, yo lo esperaba ansioso, caminó durante un rato hasta que se encontró conmigo, me sonrió, alargó las manos y finalmente me entregó el regalo que era un libro tuyo de poemas.

Fue un sueño solemne que arreció nuestra amistad como los aguaceros de octubre. El libro de poemas no existía y yo no merecía, aún no lo merezco, el milagro de la resurrección de su padre, la demolición del mito de la ausencia y la revelación que pronosticaba que la poesía era la única salida de esos días.

Desconocía la existencia de los seres que peregrinan como Pedro por su casa en las autopistas míticas de los sueños donde se ensartan los milagros con el envés de la realidad. Descubrí que la invocación es un anzuelo lanzado al vacío y que la amistad está bordada con gestos que se sostienen y se repiten en el infinito. No hay más.

Después me enteré que Aníbal venía haciendo milagros desde tiempo atrás. Había llegado a Barranquilla, una ciudad alegre pero indolente y la había transformado en el centro de sus prodigios. Al igual que Antonio Consejeiro que manifestaba su antipatía por el censo, la República y el sistema métrico decimal, Aníbal profesaba una profunda aversión a cualquier forma de Estado, al agua embotellada y a las líneas rectas, por eso desempolvó su alma de Quijote que tenía como escudo la tapa de un abanico, se dedicó a hablar con las estatuas y a leerles a los niños de Salgar historias como si fueran las vacunas que desempantanan la pobreza de sus callecitas de arena. Aníbal fue un Cristo anarquista y ceremonioso. El único que conocí de cerca. El Cristo que Yadira Ferrer se sacó de Venezuela con la alegría de quien vive con un ser hecho de mareas, hilo y etanol.

Cuando murió hace una semana, la ciudad entera se volcó sobre su cadáver con títere, y todos hicieron sus homenajes íntimos a la usanza de su relación con Aníbal. Cada uno hizo lo suyo, pero hubo algo perturbador que aún no logro sacar de mi cabeza: el llanto de los niños, especialmente de uno que no dejaba de mirarlo mientras escondía su pequeño rostro entre las manos. Luego susurró: no nos dejes solos… advertí entonces el milagro del dolor en sus diminutas manos, supe que no había forma de escapar de su influjo.

De inmediato imaginé a Aníbal tratando de quitarle peso a ese instante; no había forma, no había cómo, pero en ese preciso momento, como tocada por el vuelo de la divinidad, apareció Yadira detrás de mí, y con la voz adolorida pero firme me dijo:  -¡Ahora no vayas otra vez a prenderle velas a mi marido!-