Ser una mujer cambiante y nunca percibirlo, o ¿aceptarlo?
A esta conclusión llegué luego de sentarme a mirar en retrospectiva, lo cual no es un ejercicio que a todas las mujeres se nos haya normalizado como vehículo para entender a plenitud lo que somos como individuos tomadores de decisiones o como parte de nuestra comprensión de los diversos papeles que nos han bordado en la frente en estas sociedades.
Además, pensar en esa línea de tiempo de nuestras vidas es un desafío que nos intimida, personalmente más de lo que imaginaba, porque implica sentarse a revisar aquellos momentos en que hemos fallado, acertado o simplemente hemos tomado lo que para fines prácticos llamaré decisiones ‘simples’.
Debo decir que me jactaba de no hacerlo porque sentía seguridad en pensar que era una mujer ‘centrada’, ‘tradicional’, por no aceptarme como estática y aburrida. Sin embargo, en el fondo siempre quise dar grandes saltos sin tener de por medio 10 mil consideraciones y peros. ¿Es algo con lo que muchas mujeres se sienten identificadas? ¿Es algo que nos han inculcado? ¿Es algo que debemos desaprender?
Pese a que la respuesta parece obvia, lo que puedo compartir es que en ese ejercicio de mirar hacia atrás, la tendencia es de pasar por alto o demeritar esas pequeñas cosas o decisiones ‘simples’ que creemos no son importantes, porque así nos lo han enseñado, pero que puestas en ese gran mapa de lo que somos terminan siendo puntos de giro para nuestras vidas y las de los que se encuentran a nuestro alrededor.
Bien dice Mercedes Sosa en su Canción de las simples cosas que: “Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas. Lo mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas».
Vale la pena aclarar que debe existir un detonante que nos pellizque a realizar este ejercicio y un viaje a la maravillosa Turquía fue lo que, en mi caso, terminó siendo esa alarma.
Cuando me hablaron de la posibilidad de conocer el país asiático-europeo pensé para mis adentros que seguramente no se materializaría, tenía miedo. Nunca me vi subida en un vuelo por tantas horas y tan lejos de mis hijos y de mi esposo.
En mi cabeza rondaban pensamientos como: ¿Será que se sentirán abandonados? ¿Podrá mi esposo con todo? ¿Podré disfrutar el viaje de 11 días sabiendo que mi familia me necesita en casa? ¿Me dirán que soy una mala madre?
Bien debo decir que cerré los ojos y me subí en un avión con un grupo de personas que nunca había visto y les comenté de aquella preocupación por el bienestar de mi familia con mamá por fuera, pensando que ello me haría sentir como una mamá que está pendiente de su familia y que no es descuidada. ¡No podría haber estado más equivocada!
En medio del trayecto logré dormir y en ningún momento se me ocurrió que cuando abriera los ojos iba a mirar por la ventana y estrellarme con uno de los amaneceres más hermosos que he presenciado en mi vida.
Por supuesto, digo estrellar porque era la Europa de la que tanto había leído, la Europa de mis sueños, la que carga con la historia del impero otomano, la del territorio en el que convergieron civilizaciones tan antiguas como la romana junto con la musulmana.
Seguramente mi corazón estaba preparado para lo que mi mente no vio venir, que fue esa explosión de emociones al materializar ese sueño de conocer Turquía, y que seguramente había reprimido durante muchos años precisamente porque ese viaje implicaba para mí aceptar que tenía miedo al cambio, pero que, a pesar de ello, era una mujer cambiante.
Creo que sobra explicar cada momento en el que me descubrí a mí misma ante una imponente basílica como Hagia Sophia. Ni qué decir de estar a dos mil pies en un globo de la bellísima Capadocia o de entrar a lo que habría sido en Éfeso, la casa de la virgen María, cuando debió huir de Jerusalén tras la crucifixión de Jesús de Nazaret.
Sin embargo, debo aceptar que donde más me descubrí fue en aquellas manifestaciones simples de la gente humilde y seguidora del islam, que en cada llamado a la oración a tempranas horas del día, o caída la tarde, se escucha en cada ciudad que visité, desde la abrumadora Estambul hasta la más pequeña Kusadasi.
En cada paso que dio esta Mamá Nómada debo decir que agradecí aquel momento en el que cerré los ojos y decidí no pensar más de la cuenta (una decisión simple) y, en cambio, dejarme llevar por ese ser dispuesto al cambio que muchas mujeres llevamos por dentro, pero que reprimimos, ya sea voluntaria o involuntariamente por distintos motivos.
Fue ese viaje el que me permitió mirar hacia atrás, hacer ese ejercicio de retrospección y aceptar, por primera vez, que soy una mujer cambiante, que además me gustan y disfruto los cambios y que tomar distancia de mi cotidianidad me permite descubrirme como individuo y ser feliz también en otros espacios. ¡Bum!
¿Y mi familia? La amé a cada instante, la pensé en muchas ocasiones y del mismo modo de vuelta. Además, recibieron a los 11 días una madre llena de felicidad, historias por contar, aventuras por compartir y definitivamente: un ser humano más sincero consigo mismo y sin miedo al cambio.
Del destino cargo en mi memoria la cantidad de aromas y sabores. A mí Turquía me huele a aceitunas, a incienso y a dulces de nueces; me huele a pescado del estrecho del Bósforo y a un delicioso té de manzana. Nada como un buen Döner kebab jugoso y con los mejores condimentos provenientes del Bazar de las especies. Las invito a que se descubran a sí mismas en una experiencia como esta.
Días después hice otro viaje a Barranquilla en el que reflexioné sobre esa carga ancestral que llevamos las mujeres y de la que debemos despojarnos. ¡No se lo pierdan!