En los últimos días ha causado un gran impacto mediático el fallecimiento de la reina Isabel II. Los líderes de un sin número de naciones desde los rincones más lejanos, han manifestado sus condolencias, incluyendo a la propia sociedad británica que ha despedido solemnemente a la monarca que se transformó en uno de los símbolos más queridos de esa Nación. Sin embargo, evidentemente este suceso reabrió los debates sobre la utilidad en el presente de una de las instituciones más antiguas de la historia humana, la Monarquía.
Más allá de las discusiones sobre su legitimidad, vigencia, utilidad y, sobre todo, los escándalos que se han vuelto comunes en las monarquías europeas, las reacciones de la sociedad británica revelan el peso de la historia de la monarquía en la identidad de esa pequeña isla que, durante el siglo XIX, se convirtió en centro y motor de la economía mundial. Esta lealtad, admiración y respeto por la institución monárquica supera a cualquiera de los chismes que desbordan la prensa rosa. La Monarquía en Gran Bretaña, se ha sostenido con toda su pompa, un caso excepcional en Europa, luego de que muchas naciones de este continente abolieran los privilegios y la presencia de la Monarquía en la política, como en los casos de Francia, Alemania y Rusia. Además, también llama la atención, como en los Estados Unidos, una antigua colonia británica que alcanzó su independencia mediante un conflicto bélico con el Imperio Británico, valora con respeto el legado histórico que obtuvo de su “madre patria”, situación que contrasta con el discurso histórico latinoamericano que por más de dos siglos, y después de alcanzada su independencia, sus políticos siguen responsabilizando a la Monarquía española como la culpable de sus desgracias económicas y sociales.
Estos mismos políticos que promueven el desprecio por el sistema monárquico, son los mismos que, al llegar al poder, saquean los recursos de nuestros países, pasan de ser humildes ciudadanos a corruptos todopoderosos llenos de lujos, riquezas, propiedades, repartiendo cargos a familiares y amigos, además de que terminan creando una élite hereditaria que se traspasa a sus hijos, esposas o clanes familiares, allí radica la doble moral. El problema no parece estar en el sistema político, sea Monarquía, República o Socialismo, el poder corrompe profundamente a políticos, jueces, empresarios, incluso al hombre común que si tuviera la oportunidad cedería ante estos vicios, ya que, con corona o sin corona, todos terminan doblegándose a las ambiciones personales sin medición de ningún escrúpulo.
El pecado de origen de nuestro inicio republicano no corresponde a recriminar a un imperio por cumplir su función de administrador de un territorio que incluyeron a sus habitantes y sus riquezas. Los Estados Unidos superaron este lamento rápidamente, y los llamados padres fundadores, diseñaron un proyecto político que pretendió construir las bases de un gran nación, esta visión estuvo proyectada desde los inicios de su tradición democrática, a pesar de los conflictos y contradicciones que conllevó la existencia de la esclavitud y sus consecuencias en una Guerra Civil que se tradujo en más de 600.000 muertes.
En América Latina, el proyecto independentista de idealistas como Francisco de Miranda, quien propuso la construcción de una gran nación americana que rivalizara con el proyecto de los Estados Unidos, fracaso rotundamente ya que las élites y quienes lideraron las independencias, solo aprovecharon la coyuntura de crisis monárquica en España, para expulsar del poder a los peninsulares y reemplazar a estos por miembros de las élites de criollos que terminaron extendiendo su poder económico al político, para lo cual, emplearon la fachada republicana que construyó un desprecio ferviente hacia la herencia monárquica española, una imagen distorsionada que le permitió al tirano de turno, escribir constituciones a placer en busca de legitimar sus ambiciones. Este vicio continua hasta el presente, y lo vemos en casos como el venezolano, donde por medio de una constituyente se legitimó una clase política que ha desangrado a todo un país, o vemos las paradojas de la política chilena, en donde su población se manifestó en contra de la propuesta de una constitución socialista radical que pretendió reemplazar la constitución aprobada en tiempos de la dictadura militar del General Pinochet; paradójicamente este país alcanzó un desarrollo económico sin igual bajo esta Carta Magna aun vigente.
Así, mientras que los Estados Unidos desde el siglo XIX construyó relaciones de respeto con su antiguo colonizador, en América Latina se sigue despreciando en amplios sectores el legado colonial español. Mientras que en los Estados Unidos se planteó desde su fundación el reto de ser una gran nación que superó el éxito de su antiguo imperio dominador, en América Latina los políticos y amplios sectores intelectuales se siguen victimizando, demandando disculpas, perdones por el genocidio, el robo del oro, y otros reproches como recientemente los planteó el presidente de México, manipulando la historia al desconocer que muchos pueblos indígenas se aliaron y lucharon hombro a hombro con los españoles, en rechazo al dominio del Imperio Azteca. Ese espejo de desprecio lleno de complejos hacia España revela nuestras incapacidades y la mediocridad de nuestras élites políticas en el diseño de proyectos nacionales exitosos y no manipulados al capricho del tirano, dictador o populista de turno.
El dilema de América Latina sigue siendo la incapacidad sus habitantes en aceptar su pasado histórico, en vez de sentirse avergonzado y victimizado. El caso de Colombia es una síntesis de esas carencias. Un gobierno del “cambio” que supuestamente significaba una ruptura con la política tradicional, ha logrado en tan solo unas semanas, mostrarnos una nueva cara repleta de políticos corruptos, borrachos o ministros incapaces y sin ninguna preparación. Tal vez sea el momento de dejar de culpar a España y su Monarquía por nuestros errores y aceptar la necesidad de consolidar un sistema democrático con un progreso efectivo de nuestras sociedades, un propósito que parece en nuestros tiempos algo completamente imposible.