No se requiere ser un analista muy concienzudo para no darse cuenta de la ‘crisis total’ que se hace presente en todas las sociedades actuales, sin importar su origen étnico o cultural, su progreso económico o tecnológico, y peor aún, aquellas que persisten en los fallidos intentos de creación de comunidades ficticias a partir de la imposición de marcos políticos, jurídicos e ideológicos elaborados por las élites de los denominados ‘progresistas’, que solo han tenido como consecuencia el sufrir un deterioro social acelerado, en el que la verdad y la historia son continuamente reinventados y manipulados. Mientras tanto, parte de esa sociedad observa impaciente o indolente, cómo esos intentos de recuperación en manos de los políticos, únicamente han servido para desnudar la persecución, los ataques y la demolición permanente de sus propias bases sociales, socavando continuamente y, en el peor de los casos, terminando por hundir lo que resta del pensamiento crítico y el análisis científico que durante las primeras décadas del siglo XX ofreció una visión de progreso nunca antes experimentado por la humanidad e impulsado por la economía capitalista.
A pesar de que mis palabras puedan parecer exageradas, la crisis de la humanidad a la que me refiero llega hasta las profundidades del espíritu humano y su esencia. Esta situación no es nueva, ya distintos científicos e intelectuales de mediados del siglo XX, advirtieron sobre los riesgos del avance tecnológico, los efectos de la globalización y la deshumanización de nuestros atributos e identidades, convirtiéndonos en otro producto de consumo, un simple objeto carente de alma, impulsado por las modas y las tendencias artificiales que nos empujan a la inercia de una vida cada vez más limitada y, paradójicamente en el siglo XXI, con menos libertad de expresión, tolerancia, pensamiento crítico o un mínimo rastro de sentido común. Los resultados del trabajo publicado por el neurocientífico Michel Desmurget, donde señaló la disminución del coeficiente intelectual de las nuevas generaciones de ‘niños digitales’, son un evidencia de esta crisis, cuyas consecuencias podrían ser inimaginables. En este sentido, el término ‘generación idiota’ o ‘generación de cristal’, popularizado por uno que otro analista en la actualidad, se hace cada vez más visible, señalando así un evidente retroceso social.
Otro síntoma de esta decadencia lo podemos ver de forma más tangible, en las manifestaciones donde se refleja de forma definitiva el espíritu creativo de la humanidad, las artes. Ya sea en la música, la pintura, la escultura, el cine, la escritura, entre muchas otras expresiones, ‘el reciclaje’ o sencillamente la copia de alguna creación anterior es la nueva regla en este ámbito. Es que actualmente, en múltiples casos ‘el talento’ del artista ha sido reemplazado, por ejemplo, en la música, por un software que crea el ritmo del momento o dispositivos que modifican la voz de una persona en un estudio de grabación, creando artificialmente éxitos donde ‘el artista’ es solo un envoltorio accesorio que impulsa el marketing del producto, basta con mirar las noticias de la farándula para hacer un rápido diagnóstico del cambio y la crisis a la que nos enfrentamos. También con una rápida mirada a las artes plásticas, nos enteramos de que la obra de arte del ‘banano pegado con cinta adhesiva a una pared’ fue vendido por más de cien mil dólares. Si la intención del autor de esta ‘creación artística’ fuese o no intencional para señalar la decadencia del arte, expone otro síntoma del derrumbe creador que hasta hace muy poco acompaño a la humanidad. Así mismo, quienes apreciamos el llamado ‘séptimo arte’, compartirán el desafío que significa encontrar en las carteleras de cine una buena película, sin que sea evaluada a partir de la presencia o no de minorías, sin mencionar la imposición a la fuerza de cambiar a capricho incluso las evidencias históricas de los hechos, por la obtusa y delirante corrección política.
Como lo exprese al comienzo, la crisis que se ha instalado en los cimientos de las sociedades actuales no es nueva. En un rápido balance histórico, vemos como las sociedades teocráticas que centraron su identidad en el culto a la religión también colapsaron. Las sociedades monárquicas terminaron colapsando por el culto a la revolución, y esta última terminó enfrentando a los cultos autocráticos de fascistas y comunistas en el siglo XX, llevándonos a terribles consecuencias como la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento de la Revolución Rusa que llevó y todavía persiste en llevar la miseria a múltiples países en el mundo.
Ahora las sociedades caminan directo al ‘culto a la deconstrucción’, en donde se pretenden invalidar hasta los conocimientos científicos, algunos tan básicos como la existencia de dos géneros a partir de los cromosomas XX y XY. Incluso esta ‘deconstrucción’ propone cambiar y censurar nuestra forma de hablar, pensar, sentir o cualquier otra forma de manifestación individual o colectiva, sí se llegase a demostrar alguna evidencia o rastro de ‘patriarcado’. Como ya lo describió Georg Orwell en la clásica novela ‘1984’, parece que nos enfrentamos a una nueva ‘policía del pensamiento’ que ha creado una ‘cultura de la cancelación’ un fenómeno que no nos hace más tolerantes, por el contrario, alimenta el conflicto social tan buscado por la izquierda en todas sus variantes, llámese lucha de clases, lucha de razas, lucha de género, en fin; que cualquier excusa es buena para que un sector busque saciar sus ambiciones de poder explotando sentimientos humanos como la envidia, el rencor, el odio o cualquier otro resentimiento que sea catalizador de la violencia, pretendiendo usarlo para justificar la destrucción del orden antiguo para imponer uno nuevo (igual de malo o peor).