Trascurrían las elecciones presidenciales de 1998 en Venezuela, y la esperanza de mucha gente se centraba en las promesas de cambio de un exmilitar golpista que, indultado de su pena de prisión, ofrecía a los venezolanos un supuesto cambio de rumbo tras 40 años de política bipartidista que había dilapidado la mayor riqueza petrolera jamás conocida por un país de América Latina; y que paralelamente, también se erigía como la democracia más corrupta del continente. Pero la luna de miel duró muy poco, rápidamente una parte de esos votantes no ideologizados, o en los que no germinaron los mensajes y discursos que encendían el odio de clase o el resentimiento social, tuvieron la oportunidad de analizar cómo la ‘promesa’ se había transformado en pesadilla, pero para ese momento, ya había sido demasiado tarde. En las elecciones de 1998, la abstención llegó casi al 40%, esas fueron quizás las últimas elecciones democráticas que viviría ese país en las siguientes dos décadas. Qué hubiesen pensado esas personas que no ejercieron el voto, si teniendo la oportunidad de echar una mirada al futuro, tuvieran una nueva visión de lo decisivo que era y las consecuencias que tendría para el destino de toda una Nación.
Evidentemente ese ejercicio no era posible, aunque muchos especialistas sí realizaban advertencias y con análisis muy rigurosos hacían predicciones de los nefastos resultados que la elección de ese candidato desencadenaría. Sin embargo, la emoción y el ‘hartazgo’ de la población por la política tradicional produjo las consecuencias que son conocidas por todos. Aunque no podemos mirar al futuro, sí que podemos echar un vistazo y estudiar el pasado. Una situación similar sucedió en Colombia durante las elecciones presidenciales de 2022, y en donde su población experimentó la misma encrucijada. El resultado fue la elección de un exguerrillero, con una hoja de vida desastrosa como alcalde de Bogotá, y quien solo necesitó unos meses en la presidencia para encender todas las alarmas de una gestión mediocre, ineficiente y que se ha puesto como meta, superar la corrupción de los gobiernos anteriores.
La sociedad colombiana al igual que la venezolana de hace más de dos décadas, descartó a los ‘supuestos’ políticos tradicionales, y apostó su futuro a dos candidatos que competían por el premio de ser el menos malo, sin duda el tiempo ha demostrado que la otra opción habría sido igual de nefasta. Sin embargo, del error debería llegar el aprendizaje, las elecciones son la única oportunidad de rectificar el camino y la historia del pueblo venezolano es un espejo que nos alerta del peor de los escenarios si la falta de interés, la indiferencia o el ‘hartazgo’ de la política se consolida en nuestras sociedades. Y es allí donde quienes se abstienen pensando que nada cambiará, contribuyen a que efectivamente nada cambie o, por el contrario, todo empeore.
En este panorama desalentador, surgen experiencias cuyos resultados aún son desconocidos. El caso de Argentina y El Salvador, muestran que un sector del pueblo informado y dispuesto a desechar de una vez por todas las viejas y fracasadas propuestas de la izquierda latinoamericana, permiten la posibilidad de abrir una opción intermedia entre las diatribas de los obsoletos marcos políticos heredados de la Guerra Fría. Una sociedad que abandona la vía inmediatista y del Estado paternalista, dispuesta a realizar sacrificios económicos para generar resultados efectivos a largo plazo. Claro está, esta opción de cambio real depende de los votantes, pero también de una parte de los sectores políticos tradicionales, dispuestos a renunciar o reducir parte de ese enorme trozo del pastel que se llevan de los dineros del Estado, ofreciendo a los electores una puerta de salida al eterno ciclo de corrupción y fracasos democráticos que caracterizan a nuestro continente.