Soy de esa generación que creció con los Simpson (decir «creció» y no «maduró» es adrede). Aún recuerdo ese día en que Jorge Barón TV transmitió el primer capítulo en Colombia. Me perdieron esa media hora.

Y esa misma generación es la que para cada cosa que le pasa en la vida recuerda un capítulo de Los Simpson. Y no solo en la vida, sino en el trabajo y proyectos. EN TODO, ¡MALDITA SEA! Por ejemplo, para decirles que a veces cuando estoy en reuniones y empiezo a imaginarme a mis compañeros como personajes de la serie, recuerdo el capítulo en el que Homero quería ser el doble de Krusty, y en la cena familiar todos tenían cara de payaso.

Cada vez que mi traga de turno me decía que no quería una relación seria, pero al otro día salía con el malo del barrio, sentía que me sacaban el corazón, como a Bart. Los bogotanos hemos visto varios que durante años nos han querido vender el monorriel, y estoy seguro que muchos de ustedes tienen las escenas y la música en la cabeza en este momento.

Con mi hermano solíamos burlarnos (con amor, con amor) de mi mamá porque era tan hacendosa y tan dedicada como Marge. Me atrevería a decir que más: los que conocen a doña Berta pueden dar fe de ello. Cada vez que llegábamos con nuestros amigos del barrio a jugar a la sala de la casa, en menos de 2 minutos 36 segundos entraba mi mamá con jugo para todos. Mi mamá se sabe todas las canciones de Soda Stereo y las canta cambiándoles la letra. Pero bueno ese es tema para otro post.

Ya más grandes, en la Universidad, cuando trasnochábamos para estudiar para parciales, teníamos que turnarnos para despertar a Alejo, porque se despertaba tan de mal genio que lo despertábamos con palo de escoba. Y no les miento. Rocío, Jaime y todos los demás les van a decir lo mismo. Era un peligro.

Y cuando nos enteramos que un jefe que tuve tenía su cuento con alguien de la oficina de al lado, no pude evitar recordar a Crabapple con Skinner bien arrinconados. Pero más grotesco.

Para no ir más lejos, en una entrada que hice hace un tiempo, proponiendo dividir a Bogotá para arreglarle los problemas («¿Y si dividimos Bogotá en dos?»), alguien me dijo «ah, claro. Como en Los Simpson», en el capítulo de Nuevo Springfield.

Sueño con el día en que pueda poner un pajarito de madera a trabajar por mí mientras voy a tomarme un café; quisiera pegar en la pared de mi oficina las fotos de mi hija con una leyenda «Hazlo por ella» (en inglés, para ser fieles a la serie). Por poco me tatúo un «Ay caramba», pero mi novia me convenció de no hacerlo cuando me dijo que con arrugas se volvería un «A ramba».

Me queda la moral de no ser el único, y tener más de un amigo que se ríe como Nelson cada vez que alguien se cae. Y sí, también me imaginé esa risa mientras lo escribí, como ustedes leyendo esto con sonrisa de pendejos. Bueno, les tengo un mensaje: Tranquilos, NO ESTAMOS SOLOS.

Eso sí, les confieso que dejé de verlos hace un tiempo porque ya estaba llegando al borde de la obsesión. Aburrí a mis amigos de la U durante un mes tratando de imitar bien la voz de Homero. Y, como todos, siempre me creí el Bart del grupo, hasta que mis amigos me empezaron a decir Rafa cuando que me pillaron cantando Spice Girls.

 


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