Una de las primeras cosas que aprendemos en la vida es que las cosas duelen. Y es que uno «aprende» a respirar, a comer y a reír, pero no es consciente de eso, mientras que el dolor es algo que no podemos olvidar. La primera vez que nos quemamos con algo nos puede quedar grabado en la memoria para toda la vida. La mía, por ejemplo, fue aquella vez que estaba en mi cama descalzo -como siempre y a pesar de las muchas advertencias y ruegos de mi mamá- y me bajé de la cama poniendo mi pie izquierdo en el suelo, con tan mala suerte que, por alguna razón que no recuerdo, había una olla con agua caliente. Claro, como todo niño que se respete iba de afán así que apoyé el pie completamente en el fondo de la olla. No me quemé solo con el agua caliente sino con el metal de la olla.
Ese día pudo haber pasado desapercibido para mí si no hubiera sido por aquel dolor tan intenso que aún lo recuerdo de viejo. Ahí aprendí que el agua caliente quema y, créanme, no se me olvidó jamás. Aún veo con desconfianza a las ollas. A las express no las puedo mirar sin rencor, y yo creo que ellas lo saben. Cuando paso por la sección de cocina en Home Center empiezo a sudar frío. Hace poco estaba pasando frente a un almacén de IMUSA y cuando una inocente vendedora se atrevió a recomendarme una olla arrocera le respondí con un madrazo a todo pulmón. Me alejé sin que me importara y sin mirar atrás, tan solo escuché su llanto y a las compañeras consolándola. Igual, ella se lo buscó por insolente y atrevida.
Yo creo que si uno no tiene mucha memoria antes de los 4 años es precisamente por eso, para que uno no se traumatice de por vida con los ene-mil golpes que se dio contra los muebles aprendiendo a caminar, para no recordar los chochenta mil suelazos. Todos sabemos que un machucón nos hace echarle la madre hasta a la abuelita del vigilante del edificio donde vive el mecánico que despinchó el camión que llevó la madera que sirvió para hacer la catre hijuemadre puerta.
El dolor existe por una razón, del dolor también se aprende. O como diría Cerati: «Del mismo dolor vendrá un nuevo amanecer». La naturaleza nos ha dado la facultad de sentir dolor en medio de su sabiduría. Le voy a hablar a cada uno: imagínate que no sientes dolor. No todo el mundo, solo tú. En el colegio eres el súper héroe porque Leonardo, el grande del salón, te pegó muy fuerte en el estómago y tú ni te inmutaste. Leonardo sorprendido (y herido en su ego) te vuelve a pegar y tú… como si nada. Así que luego le devuelves una patada entre las piernas y chao Leonardo. Desde ahí eres dios, unos niños te miran con orgullo y respeto, otros con algo de miedo pero, indiscutiblemente, las niñas te miran con ojos de amor. Eres el nuevo «malote» del colegio (hasta que te llevan a la oficina del director).
Pues bien, esa condición no es normal; es una enfermedad hereditaria llamada «analgesia» y consiste en que pierdes la capacidad de sentir dolor físico. Si no sintiéramos dolor seríamos incapaces de prevenir daños físicos, porque no sabemos dónde estamos mal, dónde nos cortamos. Más si es una herida interna, de esas que no se ven pero se sienten. Si te dan muchos golpes en el estómago, una cosa es que no te duela y otra muy diferente que los órganos no se lastimen. Si no nos doliera quemarnos, quitaríamos la mano cuando ya la tenemos tres cuartos / bien asada. Mejor dicho, nuestros antepasados le habrían dejado el plato de costilla listico a los pumas. No habrían quedado antepasados. Y uno no puede pasearse por la vida sin antepasados.
El dolor nos sirve para eso: para que no lo volvamos a hacer. El cuchillo lo agarramos por el mango y con cuidado, no corremos con tijeras en la mano, las ollas las agarramos con guante, soplamos el ajiaco antes de meterlo a la boca. Uno aprende.
El dolor emocional es igual. O debería, porque en realidad no es que aprendamos mucho. Lo que sucede es que ahí es más difícil discernir qué es lo que se debe evitar, porque si evitáramos repetir cada cosa que nos duele dejaríamos de interactuar con cualquier persona. Siempre alguien nos falla, siempre hay engaños y demás. Pero no por eso podemos negarnos la oportunidad de conocer a alguien más.
A mí no me habían puesto cachos (o al menos que yo me enterara). Tuve la fortuna de pasar muchos años sin sentir ese dolor, esa impotencia de saber que no hay nada que puedas hacer para desaparecer algo que ya pasó, sin sentir esa vergüenza de saber que te están viendo la cara. Yo era ese personaje que caminaba por las praderas del amor dando saltitos de felicidad, hasta que ¡ZUAZ! Cachos. Ahí empezaron a salir nubes grises, el sol se ocultó y las ardillas ya no bailaban en las ramas de los árboles.
No sé a cuántos de ustedes les han puesto cachos, pero supongo que son la mayoría. Tristemente esa vaina es más común de lo que uno quisiera. El caso es que los que ya han pasado por eso saben de qué les hablo. En mi caso, cuando me enteré sentí ganas de devolver la comida de esa noche, además de que me enteré en un día muy importante para mí, quizás el más importante de ese año. Me enteré mientras ella estaba durmiendo en mi cama y cuando yo intenté dormir sencillamente no lo logré. Al otro día, cuando ella se despertó, obviamente yo tenía cara de jopo, no solo por la tristeza sino por el trasnocho y las ojeras. O sea, tenía cara de panda, pero triste.
Y fui tan imbécil que no le dije nada. En la noche, cuando nos volvimos a ver, la enfrenté y le empecé a preguntar; por supuesto ella negó todo, lo juró por cada uno de los miembros de su familia, mientras yo por dentro perdía la fe en la humanidad (o en las mujeres, o en ella). Obviamente sabía que me estaba mintiendo, la desilusión que sentí no tiene nombre. La mujer que más adoraba me estaba mintiendo en la cara, me estaba tomando por un cretino. Pero lo realmente triste de todo esto es que sí fui un imbécil porque la perdoné. Perdón, perdónnnnnn. En serio, lo siento. No me vean con tanto reproche, miren que esas cosas pasan. La verdad es que la quería tanto que, a pesar de sus engaños (que ya llevaban más de un mes), yo quería arreglar las cosas porque con ella iba en serio. Aunque lo dudé mucho, me dije «uno no le huye a las relaciones al primer problema». Como les decía fui un imbécil, porque dos meses después ya habíamos terminado y ella ya estaba con novio nuevo. Braaaavoooooo. [Aplausos.mp3]
Sí, lo sé, merezco tomatazos, merezco aplausos irónicos y todo eso, pero no me den tan duro. Finalmente uno aprende de todo, o al menos la idea es esa. Cuando a uno le ponen cachos uno recorre la película varias veces. Al principio con culpa, porque siente que la culpa es de uno. «Quizás si no le hubiese pedido que me llamara cuando llegara a la casa esa noche que se fue de rumba con sus amigos«, «Si no me hubiese disgustado el día que se emborrachó y la tuve que traer en hombros a la casa«.
Desde ese día empecé a desconfiar un montón de las mujeres, pero sé que no se trata de eso; se trata de aprender de los errores. Y con ella hubo tantos que aprendí un montón (o eso espero). Creo que, en últimas, debo agradecerle que me haya enseñado tantas cosas. A las patadas y todo pero aprendí. Gracias a ella sé qué es lo que no quiero en una relación, sé hasta qué punto puedo tolerar y sé qué cosas definitivamente no voy a negociar. Aprendí que sí soy capaz de perdonar unos cachos por amor (porque hasta ese día me juraba que jamás lo haría), aprendí que debo tener más carácter y dejar de ser tan tarado. Aprendí muchas otras cosas que no mencionaré acá porque esto ya parece confesionario y, pues… la verdad ustedes pocón de sacerdotes.
Gracias a Dios existe el dolor y podemos aprender de ello, a no cometer los mismos errores. La idea es esa, abrirse de nuevo con el conocimiento adquirido. Hay que tomar las anteriores experiencias, buenas y malas, como todo lo que nos enseña a ser mejor persona para cuando ella llegue.
No hay que negarse la oportunidad de conocer a otras personas maravillosas que están por ahí, saltando en la pradera. Hay personas muy buenas para desarrugar corazones, vienen con plancha incorporada. El reto es encontrarlas y arriesgarse de nuevo porque la recompensa es grande. Sé que sí hay mujeres maravillosas que están dispuestas a construir una relación diariamente, que saben que fortalecer una relación requiere de esfuerzos todos los días, que los detalles más pequeños cuentan, que abrirse a otra persona vale la pena. Yo sé que la mujer de mi vida puede estar a la vuelta de la esquina, el problema es que no se cuál.
La banda sonora de la semana.
Ayer llegué a mi casa y el vigilante me entregó un paquete. Cuando lo abrí era una copia del periódico Católico de New Jersey. Resulta que publicaron allí uno de los Marmotazos. Acá lo encuentran: “¿Cómo hace uno para ser feliz?“. Muchas gracias al Padre Edinson y a la Arquidiócesis de Newark, muy halagado. Es bonito verse en versión impresa.
Les comparto también la historia anónima de la semana, «En tercera persona«. Muchas gracias a todos los lectores de ese proyecto que esperamos que crezca mucho. Y muy especial agradecimiento a los que han escrito sus historias.
A esta hora debería estar dando un diplomado en Sogamoso pero el paro camionero nos complicó el viaje. Les pido excusas a los amigos que están por allá, ya les iré contando cuándo vamos. Prometo café con almojábana. Acá entre nos, por AirBnB hoy llegan dos huéspedes ecuatorianas. Quizás les cuente cómo me fue de anfitrión, jajaja.
Eso es todo por ahora. Nos leemos el próximo jueves. O viernes, yo ya no sé. ¡Chau!
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Pero si quieren les recomiendo algunas entradas anteriores: “La verdad de la vida en pareja“, “¿Por qué seguimos solteros?“, «Señales de que simplemente no te quiere«.
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