«Lo terrible del mar es morir de sed», cuánta verdad y cuánta crudeza puede haber en una frase tan corta. Seguro varios de ustedes la reconocerán de una de las canciones de Gustavo Cerati.
Se puede conocer mucha gente, se puede tener «un millón de amigos» y sentirse solo, porque todas esas personas que te rodean en realidad no te conocen. Ayer hablaba con una amiga, con una de esas tantas personas que conozco y con las que hablo una vez al año, y me decía «yo pienso que eres alguien súper sociable, que tiene muchísimos amigos y siempre tiene algo que hacer». ¡Qué lejos de la realidad! Sinceramente, creo que hoy en día no hay una persona que me conozca realmente. Por supuesto hay personas que saben algunas cosas de mí, algunos saben lo que me da mal genio, otras lo que me alegra; muchos saben qué hago, con otros me río… pero ninguno me conoce en realidad. Y supongo que eso en gran medida es culpa mía.
Efectivamente, soy muy sociable, me encanta conocer muchas personas, hablar con la gente, saber de ellos. Es por eso que dejé de ser desarrollador de software (una dedicación con tendencia al aislamiento) y creo que es por eso que empecé a escribir, porque es una manera de comunicarte con las personas, de sentir que hay alguien ahí afuera que se toma el tiempo de «escucharte».
De un tiempo para acá, varios años ya, me he sentido tan solo como nunca me había sentido en la vida. Sí, soy muy sociable, como ya les dije, pero no creo tener amigos. Quizás soy la persona que conozco que más personas conoce, pero todo eso es muy superficial. Por lo general cuando salgo a la calle me encuentro con alguien, nos saludamos, a veces no sé ni quiénes son o de dónde los conozco -perdonen la sinceridad y la grosería que trae implícita-, nos preguntamos cómo estamos y siempre, invariablemente, respondemos «bien», aunque por dentro nos sintamos morir. Aunque por dentro estemos pensando «me siento como una mierda, me le quiero echar al primer carro que pase a más de 60 km/h». Uno nunca responde la verdad a la primera vez que le preguntan «¿cómo estás?». Ahí les dejo un tip: si realmente quieren saber cómo está alguien, pregúntenselo de nuevo luego de unos minutos de haber conversado, cuando ya esa barrera invisible que uno pone se ha empezado a debilitar.
Creo que empecé a sentirme solo cuando decidí independizarme y crear mi propia empresa. Nunca pensé que fuera tan complicado y tan solitario emprender. Igual no me arrepiento, hay cosas muy bonitas y satisfactorias en el hecho de ver las cosas que puedes construir y que alguna vez fueron solo un pensamiento, pero por momentos sientes que el aislamiento al que te sometiste por decisión propia aunque no leíste esa letra pequeña en la que decía «te vas a quedar sin amigos». Y uno se va quedando sin amigos porque al emprender se queda sin plata. Y si te quedas sin plata, ya no te animas a salir, te das cuenta que tus amigos son de momentos, de tragos, si se quiere. Son amigos que frecuentas cada semana en un bar, pero cuando dejas de ir a esos bares porque ya no tienes plata o tienes mucho trabajo, o sencillamente no tienes ánimos, te das cuenta lo efímera que es esa amistad.
Cualquier relación, de amistad, sentimental, laboral o familiar, se hace más sólida a fuerza de la frecuencia. Por eso nos sentimos más amigos de esa persona que lleva dos meses en la empresa pero con la que almorzamos casi a diario que con el primo que creció contigo y vivió 10 años de tu infancia. Es la cotidianidad, es el día a día lo que ayudan a que una amistad se fortalezca, igual que una posible relación sentimental. Por eso, como hablaba en otra entrada, nuestros papás, tíos y abuelos conocieron a sus parejas en el pueblo, en el colegio, la universidad o el trabajo. Y cuando decides emprender solo, te aíslas del mundo, y terminas hablando con los tréboles que sembraste y alegrándote porque ya hay 12 tallitos en lugar de los 3 que había cuando empezaste a ver algo verde entre esa tierra. Supongo que soy el equivalente a la loca de los gatos pero con tréboles.
A veces, en medio de la soledad, piensas que es hora de hablar con alguien, de abrirte al mundo. Y empiezas a buscar a esos amigos de antes, a aquellos a quienes les contabas todas tus cosas, tus problemas y alegrías, y te das cuenta que ya siguieron con sus vidas como es apenas lógico. Algunos ya se casaron así que sus prioridades son otras, como ahorrar para pagar el apartamento, o para el cumpleaños número 2 de su hija. Otros están tan ocupados en su trabajo que escasamente responden tus mensajes. Recurres a trucos baratos y lastimeros como ofrecerte a llevarlos a sus casas y así aprovechar para conversar en medio del trancón, pero sus trabajos los tienen tan ocupados que están sumidos en sus celulares resolviendo los problemas del día. Media hora después, cuando llegas a su casa, sencillamente se despiden, con un muy sincero «gracias por traerme», cierran la puerta y, mientras los ves entrar a su edificio, piensas «me siento más solo que hace media hora».
Así que esos patéticos esfuerzos por acercarte a alguien, por «conseguir amigos», no dan frutos. Y decides una vez más aislarte y dejar que la vida siga. Es como esas escenas de las películas en que sientes que todo a tu alrededor gira a 4x y tú estás cada vez más lento. La vida te pasa y tú la dejas.
Ahora que lo pienso, quizás por eso hago tantas cosas y me mantengo ocupado: para llenar ese vacío. Aunque por el lado positivo, gracias a eso también he descubierto que soy muy bueno para cosas que no pensé.
También he intentado crear amistades virtuales. Como con una amiga que vive en Canadá, así que conversamos por Whatsapp. Pero no es lo mismo que ver a alguien y tomarse un café juntos, escucharlos reír y verles las arrugas de los ojos cuando lo hacen. Jamás una risa sonora reemplazará un «jajaja» de Whatsapp, por largo que este sea y aunque traiga mayúscula sostenida. Pero así es la vida, esa es la vida que traemos ahora; en la que es más importante responder de afán ese correo «urgente» sobre la fiesta de cumpleaños de alguien que ninguno de los dos conoce, que hablar sobre lo que el otro piensa, siente, le alegra o le duele.
No me estoy quejando, no me malinterpreten. Los que me han leído antes saben que procuro ser alguien positivo, optimista y alegre. Hoy no vengo a quejarme, solo a desahogarme. De hecho, estoy escribiendo sin un hilo conductor, como suelo hacer, así que no esperen la típica enseñanza o moraleja. No esperen una frase bonita al final. Solo estoy escribiendo lo que se me viene a la cabeza, casi como se me viene a la cabeza.
¿Saben? Es en momentos así en que uno se da cuenta de lo importante de un abrazo, de un abrazo sincero, de los que recargan. Otro consejo: Cuando saluden a alguien que quieren, abrácenlo de verdad, apriétenlo un poquito. No tienen idea lo mucho que eso puede alegrar a la otra persona, esos dos segundos y medio pueden hacer la diferencia en el día del otro.
Por estos días he estado viendo «13 reasons why» y encontré dos ideas que me llamaron la atención. La primera: Los humanos son una especie sociable, dependemos de las conexiones para sobrevivir. Hasta la más simple interacción social nos ayuda a sobrevivir. Las estadísticas muestran que el sentimiento de soledad puede incrementar las probabilidades de una muerte prematura en un 26%.
Y la segunda:
¿Cuántos vueltas puedo dar antes de dejar de buscar?
Cuánto tiempo antes de que me pierda para siempre.
Debe ser posible nadar en el océano de la persona que amas sin ahogarte.
Debe ser posible nadar sin convertirte en agua.
Pero sigo tragando lo que pensé que era aire.
Sigo encontrando piedras atadas a mis pies.
Más arriba les hablaba de que hago muchas cosas. Bueno, una de esas la llamo La Patria Boba. Acá les dejo el video para que lo vean y, si les gusta, lo compartan y se suscriban al canal.
Eso es todo por hoy. Nos leemos la otra semana 😀 ¡Chau!
Algunas entradas anteriores: «El derecho a estar mal«, «Del dolor también se aprende«, «La falta de palabra«, «Fui a Coldplay pero no lo vi«.