Imagen tomada de la producción oficial

 

Como cualquier organismo vivo, las ciudades tienen voz. Son sus paredes entre calles y grandes edificios, las que hablan sobre las situaciones que allí se viven: mensajes de política, de violencia, de deportes…de amor. Las paredes nada callan, y como aquel que habla sin pelos en la lengua: logran incomodar de vez en cuando a los que, haciendo el papel de jueces de la estética, sentencian que “esos rayones no son arte”. 

Son estos mismos seudojueces los que no contentos con decidir qué es arte y qué no lo es, afirman que esa clase de ‘vandalismo’ llamada grafiti no la hay en el primer mundo. Se equivocan, las paredes hablan aquí, en Estados Unidos, en Pekín y hasta en el sacro Vaticano. 

Los muros en las ciudades hablan porque muchas veces las personas no podemos hacerlo. Lo que afirmas en una esquina debes callarlo en otra porque puede costarte la vida. Pero esta no es una situación ajena, en Colombia sabemos muy bien lo que significa morir por una simple frase, o por pintar un puente, como en el caso de Diego Felipe Becerra en Bogotá. 

Esa clase de resistencia que sale directamente de un spray y queda fija en las calles, es la que plantea la película Los días de la ballena, de la directora colombiana Catalina Arroyave Restrepo. Entrelazada con la historia de amor de dos muchachos, Cristina y Simón, el largometraje plasma la cruda violencia que todavía hoy se vive con los ‘combos’ y bandas delincuenciales de Medellín, y que se ve representada en el poder territorial, la extorsión y el miedo. 

La película es una constante tensión entre sus elementos: la vida contra la muerte, el arte contra la violencia, el odio contra el amor. Se desarrolla entre las calles al ritmo de un diseño sonoro impecable y la jerga de los ‘pelados’ de Medellín, pero no los que el cine colombiano ha mostrado en cientos de filmes a bordo de una motocicleta listos para encender a bala al que se les cruce, o bendiciendo las balas ante una virgen, o asistiendo a prostíbulos; sino muchachos que pintan y aunque crean arte, deben transar su vida con los poderosos ‘combos’ que controlan las esquinas de muchos barrios populares.

Cristina y Simón pintan las calles de la ‘ciudad de la eterna balacera – primavera’, y frente al mensaje de amenaza de una de las bandas de Medellín que encuentran en un muro, deciden desafiarlos tapandolo con un diseño artístico. A partir de allí el oscuro mundo de la delincuencia los fijará como objetivo y el grafiti pasará de ser un mensaje que plasman dos muchachos, al arma de resistencia. 

 

¿Qué voz tienen los invisibles?

 

A lo largo de la película se hace evidente la desconexión que existe entre las clases de la ciudad; pero no solo las del orden económico, sino las del orden social. El papá de Cristina, por ejemplo, es un hombre económicamente acomodado que no sabe lo que hace su hija. Y en el otro costado están las bandas que presionan a los artistas y que, sin mediar palabra, amenazan sus vidas. 

¿Puede un subalterno, entendiendo este término como los que no mandan en una ciudad o un barrio, entablar comunicación con los que se encuentran más arriba? Esta es la pregunta que se hizo la filósofa Gayatri Spivak en el ensayo Can the subaltern speak?. 

La respuesta puede encontrarse en los muros de las calles de ciudades como Medellín o Bogotá, que conocen la violencia, el horror y el sicariato. Los menos dicen por medio de sus pintas o grafitis ‘estoy aquí y existo’, es cierto que este mensaje incomoda a muchas personas por dos razones principales: su contenido y/o su forma, pero cuando con voz propia no se puede hablar, la resistencia brota por los huecos de las paredes.

El arte, tal y como describieron personalidades como Picasso, es en muchas ocasiones una acción de oposición a los órdenes de poder que se establecen en las sociedades; sin embargo, estos mensajes (sean pinturas, esculturas o grandes murales) han ido perdiendo terreno en museos y galerías, y las calles los han acogido al margen, donde pueden expresarse aunque incomoden.

“Sin museos, sin galerías, acorralada por la moda y el culto a la firma, ¿dónde demonios se refugió el arte de pintar?  En los márgenes porque el oxígeno del arte está en el margen, en la calle, en los muros: allí expresa toda su energía, toda su agudeza, todo su talento, en fin, toda su libertad. En la calle, en plena calle, sin intermediarios entre la pintura y su dueño”. 

Así lo plantea el poeta y ensayista Diego Jaramillo Agudelo en el preludio del libro Calle esos ojos-Bogotá Street Art, una recopilación gráfica y testimonial de cuatro de los grafiteros más reconocidos de la capital.

 

Una ballena que nadie quiere ver

 

Sin intención de hacer spoilers, la ballena es un elemento metafórico en el largometraje, su presencia, su vida y su muerte es un presagio del desarrollo de esta historia. Pero así como una ballena se pasea tranquila en el río Medellín, la violencia es un gigante que cada día crece más en esa ciudad a pesar de que su alcalde pague para que aparezca premiada en Discovery Channel.

Según Medellín Cómo Vamos, alianza institucional que hace seguimiento a la calidad de vida en la capital de Antioquia, “desde 2015 a la fecha (2019), la ciudad ha experimentado un crecimiento de cinco casos (de homicidio) por cada cien mil habitantes”. 

Este panorama, como muestra Los días de la ballena, termina afectando las iniciativas que pretenden darle otra cara a la ciudad. En enero de este año el diario EL TIEMPO habló con Andrés Felipe Tobón Villada, Secretario de seguridad de Medellín, quien afirmó que en la capital de Antioquia operan 10 bandas criminales que luchan por su control. Además, según el mismo secretario, la capital antioqueña es la ciudad con el mayor nivel de incidencia criminal del país.   

Puede que el grafiti no sea tan efectivo como una estrategia de seguridad integral en una ciudad, pero sin duda más allá del debate superficial de “es que se ve lindo o se ve feo”, pone en cuestión la vivencia de grupos marginados, amenazados o estigmatizados a lo largo de los años. 

La temida Comuna 13 de Medellín es el ejemplo vivo de cómo el arte le cambia la cara a una zona que fue internacionalmente famosa por la violencia y el narcotráfico. Hoy, mientras se busca erradicar con más violencia la raíz de la ilegalidad, este sector de la capital antioqueña le brinda a propios y extranjeros la oportunidad de recorrerlo a partir de los grafitis que se han plasmado allí.

Los que antes nos conformamos con ver esta zona desde la comodidad y la lejanía del metrocable, hoy podemos caminar sus estrechas calles de la mano de los jóvenes artistas que ahí nacieron y vivieron. 

Tal vez la solución no sea solamente posar frente a las cámaras de noticieros con los capturados del día, o pagarle a grandes cadenas televisivas para que muestren el lado amable de la ciudad. Las respuestas están, de igual forma, en reconocer las acciones que desde el arte u otras trincheras buscan romper la brecha de desigualdad, las que buscan entablar puentes de comunicación entre las clases tan distantes y por qué no, los poderosos. Los días de la ballena, que se encuentra en las salas de cine del país desde el pasado 5 de septiembre, es en esencia eso: otra cara de la lucha que lleva muchos años librándose en Medellín, pero que en vez de armas tiene latas de spray que inmortalizan color en las paredes de una ciudad que lo ha visto todo.

Vea aquí el trailer de la película.