Lapü fue estrenada el pasado 31 de octubre, día de los muertos, en Colombia. Imagen: Fotograma de la película

 

Si nos detenemos por un instante, ¿podríamos diferenciar concretamente la frontera entre el sueño y la realidad? ¿entre la vida y la muerte? 

En ocasiones esos elementos que pensamos sólidos y absolutos se entremezclan, reinterpretan la realidad y crean nuevos paradigmas. Nuestra burbuja de sociedad occidental está llena de esos patrones aparentemente claros que nos atan a lo que consideramos la única realidad posible, por el contrario, los sueños e incluso la muerte, son viajes fútiles hacia lo no real.

Habitamos en un mismo mundo con cosmovisiones profundamente distintas, algunas palpables quizá porque crecimos en ellas, y otras tan etéreas que preferimos marginarlas al absurdo antes de intentar comprenderlas. 

Pero para encontrar paradigmas de vida, y de muerte también, que reinterpretan la única realidad que pensamos posible, no hay que viajar a los confines de la tierra. 

En el norte del continente, extendiéndose entre Colombia y Venezuela, el pueblo Wayú habita desde antes del nacimiento de Cristo. Solo su vestimenta y su idioma ancestral pueden compararse con su interpretación del mundo. Precisamente este es el tema que explora Lapü, cinta colombiana dirigida por Juan Pablo Polanco y César Alejandro Jaimes. 

La película es ante todo un viaje a lo más profundo de la cultura Wayú y su relación con la muerte, una tensión constante entre lo real y lo onírico, entre lo claro y lo abstracto. Con el silencio como protagonista, Lapü hila la historia de Doris, una joven que tras despertar de un sueño intranquilo, descubre el mensaje de su prima muerta hace años.

Lapü, en el idioma wayuunaiki, significa sueño, un territorio en el que los indígenas de esta etnia puede comunicarse con aquellos que desaparecieron físicamente. El largometraje ahonda en los puentes de comunicación ritual que se construyen entre vivos y muertos según la tradición, y en especial, lo que esta cultura denomina segundo entierro. 

Años después del deceso terrenal, los allegados exhuman el cuerpo en una última despedida, que lejos de lamentar su muerte, celebra la vida llevando los restos al hogar y posteriormente, regresándolos en caravana al cementerio donde quedarán para siempre. Es una forma de honrar la memoria y marcar un precedente dondequiera que ahora se encuentra el alma del difunto. 

Para Juan Pablo Polanco, uno de los directores de la producción, este segundo entierro es enfrentarse a esa imagen que somos todos, llena de tabúes que evadimos. 

La muerte nos iguala, poniendo en una balanza perfectamente equilibrada a todos sin importar quienes fueron en vida. Pero incluso esta desaparición física, cuando se supone que las tragedias y alegrías de la existencia ya no importan más, está llena de estigmas que vetan en ocasiones el solo hecho de hablar del tema.

 

La guerra como opresora de la muerte

 

El conflicto en nuestro país dejó heridas que difícilmente, a pesar de acuerdos políticos, podremos sanar. Una de estas marcas es la visión que tenemos de la muerte, preferimos normalizarla en un acto infame de indiferencia antes que hablar de ella a pesar del dolor que genere. 

Esta incapacidad de afrontar la muerte del otro como una manera de honrar su memoria, e incluso la propia desaparición física, ha hecho que como sociedad acumulemos dolores reprimidos, que sin un duelo adecuado, están condenados apilarse en los confines olvidados de nuestra mente. 

Es natural, en cierta medida, temerle a lo desconocido, y lo que pasa después de la vida es para todos aún un completo misterio. De estos temores han surgido historias increíbles. 

Tomás Medina Caracas, más conocido como el “Negro Acacio”, fue comandante del frente 16 de la antigua guerrilla de las Farc. En septiembre de 2007, tras un bombardeo de la Fuerza Aérea, fue declarado muerto por el Estado colombiano, pero algunas historias de aquellos que lo acompañaron en sus últimos días, cuentan que Medina Caracas falleció algunas semanas después.

El “Negro Acacio” siempre fue conocido por su vínculo con la brujería y la santería, prácticas bastante extendidas en todo el territorio del Cauca, de donde era originario el guerrillero. Durante los años de combate, Medina visitó varios brujos, pero cuentan que uno en especial lo ‘rezó’ contra la muerte.

Después de la arremetida de la fuerza pública contra el campamento donde él se encontraba, quedó malherido pero no podía morir. Incluso sus compañeros dejaron de cuidarlo en un acto de compasión que le permitiera perder la vida de una buena vez, pero pasaron muchos días y Medina seguía en el limbo de la inconsciencia. 

Solamente después de deshacer el rito que alguna vez el “Negro Acacio” se hiciera practicar, pudo morir. Había un temor infinito en él por el hecho de dejar de existir, el olvido, decían sus antiguos compañeros, le impedía afrontar la muerte como un hecho inevitable. 

En el otro costado, cuando hombres, mujeres y niños murieron como consecuencia de las balas de la guerra, muchas familias prefirieron omitir ese hecho para evitar levantar la costra que deja un deceso violento en la memoria. La muerte entonces se convirtió en un tabú del que era mejor no hablar. 

 

¿Una muerte que se puede detener?

 

Como casi todas las personas en Colombia, la etnia Wayú se ha visto envuelta en los lazos de un conflicto armado que no pidió. 

Esta guerra, que no solamente se libra en la jungla al calor de la metralla, sino que de un coletazo nos golpea con corrupción, narcotráfico y muchos otros males, está condenando a muerte a los indígenas de esta comunidad ancestral.

La cifra es escandalosa: 4.770 niños en la Guajira, territorio Wayú, han muerto en los últimos 8 años según cifras oficiales por desnutrición y falta de un sistema de salud. Toda una generación que podría preservar el tesoro de una de las culturas indígenas que  representa nuestra identidad tanto en Colombia como en el exterior. 

Conocer sus rituales y su cosmovisión es entonces un acto de justicia con ellos, por eso Lapü, ganadora de premios en Boston y nominada en diversos festivales, es una cinta en la que entendiendo parte de su cultura, honramos la tradición. Por esta razón es una de las producciones colombianas más destacadas del año y recomendada para ver mientras esté en las carteleras del país.