La semana pasada me encontré en el ascensor de un edificio de 40 pisos a un compañero del colegio. Nos saludamos efusivamente.
-Qué emoción encontrarte ¿cómo estás?-
– Muy bien y tu ¿cómo va todo?-
-¡Súper!-
Consideré inconveniente preguntarle por su familia porque había visto en redes sociales que su padre había fallecido hace poco y no quise entrar en conversaciones incomodas, pero lo más incómodo ocurriría a continuación. Entramos al ascensor, yo iba para el piso 16 y él para el piso 21. Una vez se cierran las puertas del vehículo vertical, nos envolvió una nube abrumadora de silencio denso, comparable con la sensación que produce un mal sueño o la resistencia a una tarea indeseada. Nunca vi los números avanzar con tanta lentitud. Cuando el 14 apareció en la pantallita, di un paso al frente esperando con ansiedad estar fuera pronto.
Pero los silencios no son siempre incómodos. Por el contrario, defiendo con entusiasmo la idea de permitir dejar ser la vida sin intervenirla, con sonidos innecesarios que entorpecen el devenir de las cosas porque estoy segura que: a menos palabras menos problemas, menos malentendidos y menos pensamientos que avasallan la cabeza ininterrumpidamente.
Los silencios sin lugar a dudas hacen parte de la comunicación y son muy importantes, un buen silencio puesto en el lugar y el momento precisos puede llegar a ser más elocuente que un discurso de horas. El silencio tiene detractores y seguidores. Los detractores se detectan con facilidad cuando sin contemplación alguna saltan al uso de la palabra zarandeando las conversaciones generalmente sin rumbo y sin conciencia ni siquiera de lo que dice el interlocutor. El silencio es un privilegio de quienes escuchan, de quienes son conscientes de que si no hay algo realmente valioso para anotar, es mejor guardar las palabras hasta que llegue un mejor momento para aparecer. El silencio es fascinante, guarda, en algunas conversaciones, un halo de misterio encantador que impulsa a la duda, a las preguntas, a la curiosidad, a la reflexión y generalmente a todo lo que está relacionado con el avance en el entendimiento del otro, de una situación y hasta de uno mismo.
Sobre el silencio se han escrito tratados, novelas, poemas y canciones; un tema inspirador y, aunque a veces pueda ser incomodo, nunca lo será tanto como oír palabras indeseadas o a personas muy seguras de sus cualidades que derrochan supuestas sabidurías y entendimientos exclusivos. Qué dicha el silencio frente a un ególatra, a un sabelotodo, o frente a las quejas, reclamos e inquinas de interlocutores feroces que destrozan con proverbios o adjetivos empalagosos el maravilloso sonido de la nada.
El silencio a veces es una daga afilada que corta la vida de repente; a veces es placentera y tranquila y deja una profunda sensación de paz que quisiéramos que durara para siempre; y a veces, como lo describí al principio, es una nube rara que contamina de manera confusa y nos paraliza. El silencio en todo caso, tan necesario, tan deseado y abrumador, tan raro y tan armonizante, está ahí siempre listo para ser usado, para aprovechar todos los mensajes que tiene listos para entregarnos, está tan disponible u oculto como decidamos. ¿Qué tan incómodo y disfrutable son los momentos de silencio? ¿Qué tanto los necesitamos o los evadimos? ¿Qué tan cómodos estamos en el silencio? Entre el silencio y los sonidos, los tenues y los ruidosos, entre las puntadas lejanas que dejan un ladrido o un taladro, entre la madrugada y los cientos de decibeles del tráfico, entre muchas personas o ninguna, entre el todo y la nada humana, ahí vivimos, nos entendemos y nos definimos.
Esta mañana tuve un agudo momento de frustración cuando me acordé que no le había…