En algún momento tuve mucha información por digerir, un deber más que imperativo de aceptación, una expansión en mi capacidad de reflexión, de percepción. Una revolución en mi cabeza y un corazón tremendamente vulnerable pero decidido. Esos estados traducían mi duelo, el duelo principal. El más duro, el más largo.
Los hijos son el amor y el dolor más profundo. Existe un antes y un después de ellos. Y ese después, claramente, es la mejor versión de nosotros como seres humanos. Independientemente de la historia que nos toque vivir.
Clínicamente hablando, el diagnóstico de mi hijo abarca cientos de factores que entiendo, manejo y experimento a diario. Pero eso deja de ser importante, incluso de existir, cuando el enfoque se vuelca en lo esencial.
En la practica lo esencial sería hablar de la intervención temprana e integral. De la importancia de prestarle todas las herramientas y los escenarios ideales al niño para su evolución. Esto, sin duda alguna, es indiscutible y casi obligatorio. Pero, trascendentalmente, está la tarea de enrutarse a través del amor. No hay nada que ese poder no traspase, no supere, no alivie, no sane. No hay nada que la vida misma no recompense más que pensar, actuar, y hablar a través del amor.
Bajo esa óptica, nosotros como familia decidimos no definir nuestra experiencia como un camino difícil, para nosotros es una experiencia distinta, única, otra forma extraordinaria de vivir, de sentir. A pesar de esto, a lo largo del camino se presentan pequeños duelos secundarios, unos livianos y rápidos, otros más complejos, pero que deben ser superados en los primeros cinco minutos de empezar a sentirse.
Porque ese pequeño duelo empodera al miedo y el miedo paraliza más que una condición física. Y aunque es bueno sentirlo, llorarlo y gritarlo: es un deber parársele de frente.
No es sencillo, pero ese sentimiento no está diseñado para inmovilizarnos, está hecho para activarnos, para superarnos. Una y mil veces, y de cualquier manera.
Le pedimos a Dios no sanar la condición de nuestro hijo, sino en medio de su condición mantenerlo sano. Es un pedido con una connotación distinta, es un pedido con agradecimiento implícito, con aceptación. Agradecemos a la vida por tenerlo, a Dios por escogernos. Ya el milagro está hecho.
Tenemos fe, pero nuestra fe es realista, no es quimérica. De ese modo no existe frustración, solo esperanza en el camino de seguir como estamos: felices.
Su papá y yo lo amamos por quien es, adoramos cada cosa que lo define. No lo imaginamos distinto, jamás hemos deseado que sea distinto, y en eso consiste la aceptación enrutada por el amor. Es clara, se lleva con orgullo y con cojones.
Nuestras fuerzas seguirán concentradas en su felicidad. Ese es nuestro compromiso de vida, cada día y de por vida.