Inclusión… la tentativa de la sociedad por acercarse a ese compromiso aún transcurre a través de aproximaciones tremendamente mediocres, llenas de excusas, de excepciones, de recovecos y en conclusión, son acercamientos atestados de incapacidades, y no precisamente provenientes de parte del niño o adulto con dificultades.
Cuando mentalmente aún somos parte de la pluralidad, y en su versión más básica, solo sabemos condenar. Con soberbia y casi sin darnos cuenta alardeamos constantemente de nuestros privilegios o de nuestra supuesta normalidad vs la anormalidad de los seres diversos. Por tanto, si como sociedad no nos preparamos para digerir, desentrañar y comprender que la existencia es heterogénea y no lineal, no vamos a ver evolución sobre esta especie. Seguiremos ligados a una historia inquisitiva, primitiva, que nos condena al subdesarrollo, a la elementalidad.
La colectividad y su afán por categorizar masas, abandonan a mi hijo, a otros niños y adultos con “dificultades” en un fragmento diminuto e inferior entre esa maquinaria jerárquica tan evidente en la que coexistimos. Los reducen bajo el término «discapacidad», condenándolos de alguna manera a transitar inertes en vida, enmudeciendo cualquier tipo de capacidad con la que puedan aportar a las sociedades. Ese término, ya debería estar abolido del dialecto por que no solo es mezquino, sino que de forma fonética y semántica resuena ceñido al rechazo, al desprecio y no a la adhesión sobre la diversidad, mucho menos cercano a la empatía. Es, quizá, un término netamente diferenciador, de separación, de exclusión.
Utilizamos esa referencia como un mandamiento sin tener luz o sentimiento sobre su sentido. Y es que si desarticulamos el término y nos remitimos a su origen que es el antónimo, ¿Cuáles serían esas capacidades tan sobrevaloradas que permiten que esa palabra «discapacidad» prospere en el lenguaje y en la percepción?
¿Caminar? ¿hablar? ¡wow! increíble que el ser humano solo pueda ser reconocido como un individuo valioso o funcional por esas capacidades tan rudimentarias y escuetas. Pienso que ese término coloquial solo busca dejar en claro que: aquí estoy yo con mi normalidad y mis capacidades, con mi cabeza abarrotada de tonterías y prejuicios, y allá está usted con sus limitaciones y su rareza.
Todos, los que nos hemos sentimos tan elevados por ser materia de la “normalidad” y nos hemos desligado sintiendo pesar de quienes representan y llevan a cuestas una diferencia, hemos perdido, mediante esa conducta de exclusión, el privilegio y la cualidad de ese rótulo que nos otorga el universo: “humanidad”. Pienso que decir que pertenecemos a esa médula nos exige y nos compromete a evolucionar constantemente de forma intelectual y espiritual. Y esa vieja práctica de esperar un golpe que nos apremie hacia el cambio, que nos dirija hacia ese progreso vital interior y nos acerque más a la idea o a la definición de “humanidad” , es una manera muy trivial de asumir la existencia.
Todos, antes de que lleguen las sacudidas por parte de la vida, deberíamos iniciar con el deber de trabajarnos, de gestionarnos, de trascender al coloquialismo. No solo para empatizar con los demás, dilatar nuestros pensamientos, conectar colectivamente de forma bondadosa, sino también, para facilitar nuestros procesos, para estar más estructurados, y de alguna forma, consientes de que a todos nos tocará atravesar dolor y adversidad en algún momento. Pero no es fácil, y no tenemos enteramente la culpa de no formarnos y sensibilizarnos previamente. Y es que aún, haciendo el reconocimiento justo de las excepciones, hasta este momento como sociedad todavía somos multitud en bloques, sin tiempo para inyecciones adicionales de educación fuera de la que ya traemos de base. A diario pareciese que solo nos alcanzara el tiempo para de forma inconsciente batallar por un espacio para poder «ser». Dedicamos el noventa por ciento de nuestro tiempo en la formulación de métodos para sobrevivir en medio de la hostilidad.
Esto nos hace estar permanentemente ocupados y a la defensiva sin mirar al costado, en estados competitivos malsanos que disfrazamos muchas veces de superación personal. Caminamos con el pecho inflado, no de orgullo sino de predisposición. De alguna manera el sistema nos presiona para sumergirnos en dinámicas sociales perniciosas y mundanas en las que participamos patológicamente sin muchas opciones de evolucionar a ellas. Y como socialmente estamos tan lejos de un mundo inclusivo en términos educativos -en la célula de las instituciones- el asunto se torna aún más oscuro para cualquier niño diverso.
Existen leyes que los “protegen” y le “exigen” a las instituciones incluirlos en sus aulas y en programas académicos tradicionales o alternos. Pero es un verdadero pesar la evidencia de esa brecha abismal que existe entre la ley trazada en el papel y la aplicación o práctica de la misma. Estoy segura que de veinte instituciones, solo una se prepara, y no necesariamente en conocimiento sobre el manejo de condiciones clínicas de múltiples orígenes, sino en disposición. Disposición para cumplir con la ley, disposición para respetar y aceptar la diversidad como esencia universal, disposición para permitir el libre desarrollo del ser, disposición para convertirse en guía no solo de la regularidad sino de la diferencia. En resumen, disposición para educar a la colectividad sobre la importancia de solidarizarse y respetar los contrastes entre los seres humanos.
La inclusión no es un servicio o programa simbólico, ¡es un deber!
Ninguna institución, partiendo de ninguna filosofía ni visión, debe manifestarnos a nosotros como padres de niños diversos, excusas como: la falta de preparación del personal académico, la falta de infraestructura para brindarle al niño las condiciones idóneas para su educación, la falta de cupos en aulas, someternos a procesos de admisión regulares, darnos charlas sobre competencias académicas o discursos en los que las conclusiones son: “el niño aún no está listo, o no somos lo que el niño necesita”, como si nosotros no conociéramos las necesidades y derechos de nuestros hijos.
La comunidad de padres de niños diversos renuncia muchas veces a la educación formal por la negativa y las condiciones, pero sobre todo por esa sensación de rechazo, de discriminación que sienten cuando intentan adherirse al régimen. Como si no fuera suficiente el miedo que les anticipa el tocar esa puerta, el pánico de solo recrear en su cabeza la hipótesis del ingreso de su niño indefenso a una institución donde deberá enfrentarse a cientos de miradas, preguntas, y actos de omisión. Como si no fuera suficiente el impacto emocional, el esfuerzo económico que les vale tenerlos allí, ocupando una silla, esfuerzo que muchas veces tiene más ceros a la derecha de lo que debería. Por ello, muchos optamos por la educación en casa, o por quedarnos en los centros terapéuticos de desarrollo así nuestros niños ya hayan cumplido la edad límite para estar allí.
Hablando de asuntos sociales, algunos decidimos no asistir a fiestas infantiles o a ciertas reuniones familiares. Puede ser por predisposición, porque diseñamos en nuestro imaginario una experiencia potencialmente dolorosa a través de esos eventos. O por que algunas veces sucede lo mismo que en las instituciones: es tal el miedo que afrontamos sobre un posible rechazo, sobre un cuestionario incómodo o sobre esa mirada que no se siente curiosa sino apática, que elegimos suspender de nuestra agenda la mayoría de aquellos compromisos. Esto, con el único fin de protegernos y no desarmarnos pieza por pieza al llegar a casa.
De todo aquello que suena tan desafortunado, hay pequeñas fortunas implícitas. Mi hijo aún no entiende sobre empatía, no tiene expectativas sobre la misma, y quizá nunca comprenda que no es más que un termino prostituido como muchos otros. Tampoco hace discrepancias entre buenos y malos gestos, pero sí percibe con astucia el amor o el rechazo. Sabe de energía.
Él, y nosotros como sus padres, solo le pedimos al universo toparnos con seres afectuosos y solidarios en cada espacio, en cada experiencia. El afecto y la solidaridad no son bondades que comprometan a los demás a hacer algo por nosotros que suponga un gran sacrificio. Nosotros solo esperamos un saludo, una sonrisa, una pregunta elemental, como por ejemplo: ¿cómo están? o ¿necesitan algo? A lo que quizá, siempre responderemos: ¡Muy bien, no necesitamos nada, muchas gracias! Pero la sencillez de aquel hecho, el escuchar esa pregunta, es una afirmación para el corazón de interés, de respaldo, así concretamente solo sea un formalismo. Solo esperamos, como todos, un lugar para existir y ese lugar ocuparlo con dignidad, ya sea un espacio de trabajo, un jardín infantil, un colegio, o en los lugares públicos. Que la sociedad nos permita el paso por la vida sin rotularnos.
Entendemos que todo con lo que no se está familiarizado representa miedo y desconcierto, ¡pero si nosotros mismos no sentimos temor de nuestra historia y de nuestras rutinas, por favor no lo sienta usted! Y es que algunas veces en medio de mis cuestionamientos surge una misma inquietud, ¿por qué los padres de niños con dificultades obtenemos sin falta ese “pesar” absolutista tan inservible y divisorio? ¿Por qué nos contemplan como seres en constante sufrimiento? ¿Seres en desdicha? Nada más lejano a la realidad. Nada más desacertado.
Acaso, ¿no todos somos igual de vulnerables a cientos de situaciones con nuestros hijos a lo largo de nuestra existencia? Todos tendremos, sin falta, retos titánicos y una condición clínica no es más difícil que la vida misma y sus variables. No solo en el rol de padres tendremos una historia ruda que transitar. Todos habitamos el universo bajo un propósito, que por lo general no es fácil. Por tanto, no nos atrevamos a citar jamás esa frase frívola y arrogante: ¡Que linda es mi vida! porque no sabemos a través del tiempo y a través de qué misión pueda precipitarse ese transito que consideramos imperturbable.
Por otro lado, extendiéndonos sobre el concepto: “pesar” y sus códigos: ¡Ay, pobre! ¡Ay, pobrecito! ¡Ay, pobrecita! ¡Ay, que pesar! ¡Desactivémoslos, por favor! A causa de esos enunciados automáticos hay personas que aceptaron sentirse como verdaderas victimas y se definen a través de sus dificultades, perdiendo así conciencia sobre sus capacidades. No existe una manifestación más tibia que quitarle poder a otra persona pobreteándola por su suerte. Todos los seres humanos tenemos la habilidad de reponernos, de fluir con nuestros propósitos por maltrechos que parezcan, adaptarnos a ellos, como se adaptan los ojos a la ausencia de la luz.
Todos, en algún momento, aceptamos, asentamos, flotamos sobre la superficie y fluimos con la marea.