Por @Silviadan

Es increíble como la memoria se recrea, se estimula con olores, sensaciones y sonidos. Esta vez fue gracias a la ópera.

Cambiando de emisora a emisora me topé con una ópera. Un pedacito de una ópera. No alcancé a oír cuál era por que mis hijas querían oír otro tipo de música. Pero mi memoria se devolvió muchos años atrás cuando mi padre anunciaba con bombos y platillos el inicio de la temporada de ópera en Bogotá. Era uno de los acontecimientos familiares.  Compraba boletas para todas las funciones- Las Bodas de Fígaro, La Bohemia,  Romeo y Julieta, Carmen y tantas otras.

Y para mi, una niñita  de 4 o 5 años de edad, era como un sueño de princesas. Me vestían con mis mejores trajes. Encajes, florecitas, y zapatos de trabilla. Un abriguito de paño o una capa de lana que me llegaba a los pies y me protegía del frio bogotano.  Me hacían dormir una pequeña siesta antes de la función y lo mas importante,  me prometían uvitas pasas con chocolate en los intermedios, entre acto y acto.

Llegar al  Colón era toda una experiencia. Parquear el carro en el lugar donde vigilantes y organizadores saludaban con el acostumbrado “Buenas noches Doctor Dangond“. Bajarse y caminar por esos empinados caminitos de piedra, de la mano de mi padre quien avanzaba  orgulloso, lento y  contando historias de los compositores, la música y la importancia del teatro Colón en Bogotá. La entrada era lenta por que siempre se llenaba. A veces, cuando podía, me detenía a mirar los zapatos y medias de quienes saludaban a mis padres. Mi estatura no me permitía ver mucho mas allá, y entonces centraba mis ojos en lo mas cercano. Siempre de la mano de mi padre para  no perderme entre el gentío.

Al subir al palco escogido, me sentaba justo enfrente del escenario y mi mirada se dirigía primero que todo al director quien con sus imponentes movimientos daba inicio a la gran función. Llevábamos binoculares para no perdernos los detalles, y a través de los ellos podíamos ver el exagerado maquillaje, los canutillos y las lentejuelas, y todos los movimientos en escena. Sin darme cuenta empezaba a copiar  los movimientos del director.  El tiempo  pasaba mientras yo parecía encantada con la música y las trágicas historias de las heroínas y princesas.

En cada intermedio salíamos a saludar a algunos amigos. Nos dirigíamos al saloncito donde vendían  refrigerios, bebidas frias y calientes. Era el momento de mis uvas pasas. Con la cajita en la mano y saboreándome  el chocolate miraba atenta como mi padre y mi madre comentaban las escenas, tomaban café y reían.

Y así transcurría la noche.

Al terminar ya bastante cansada por la trasnochada, pero satisfecha de una gran noche llegábamos finalmente  al carro. En el recorrido hacia mi casa siempre me dormía y lo último que sentía antes de llegar a mi cama era el abrazo de mi madre y los besos en la frente de mis padres deseándome las buenas noches.

Así recuerdo yo mis primeras impresiones de la opera. Por eso la sensación al oírla siempre es positiva.

Mucho se habla de la necesidad de que el Estado permita el acceso a la cultura para todos. Y es cierto. El Estado debe estimular el espacio cultural. Pensar por ejemplo en planear la programación televisiva y radial no solo pensando en la información o el entretenimiento, sino en la cultura.  Además de los avances en la educación que se darían, el aporte económico sería mayor. Pero éste será tema de otra entrada.

Lo cierto es que nada puede reemplazar lo que los padres entregan a sus hijos cuando introducen en sus mundos algo de cultura. Un libro, una foto, un video, una canción. Y sobre todo la conversación al respecto. Esa es la verdadera semilla de la cultura.

 La mejor educación arranca en casa y la cultura no es la excepción.