Sí. La sonrisa. A pesar de que caracteriza tu personalidad y es un derecho que ganaste al nacer, un día, de pronto, te das cuenta que ya no la puedes ejercer en público. Mucho menos si estas por tomar el metro, el bus o si decides llegar caminando al trabajo.
Y debes hacerlo porque de lo contrario serás el blanco de frases inapropiadas, gestos obscenos, asedio y hasta toqueteos que tienen como fin intimidarte, incomodarte y hacerte sentir insegura y frágil. Tan frágil que podrías incluso, ser víctima de una agresión física o de una violación.
Entonces decides reprimir la sonrisa, o reducir la extensión de tus tacones, aumentar el largo de la falda o disminuir la elasticidad de tus camisas. Cambias tus recorridos, los lugares que visitas, y el sistema de transporte que utilizas. Todo para evitar lo que hoy conocemos como acoso callejero.
El acoso callejero es una de esas prácticas inmersas en la cultura machista de América Latina. Es una expresión de la violencia de género que busca recordarle a la mujer en el espacio público que el hombre es más poderoso y que las calles les pertenecen a ellos.
El acoso intimida, reprime, coarta, debilita y genera falsa culpabilidad. Las acciones clasificadas como acoso hacen que la víctima se avergüence, dude de sí misma y en muchas ocasiones llegue hasta culparse.
Para cambiar esta realidad, entre 2012 y 2013 Chile, Colombia, y Perú crearon observatorios para estudiar y visibilizar esta problemática. Gracias a ellos han recogido testimonios de cientos de mujeres que dijeron haber sido víctimas, al menos una vez en su vida, de acoso en las calles de sus ciudades.
Las víctimas son mujeres que van desde los 10 hasta los 70 años de edad. Y el acoso va desde miradas intensas hasta manoseos, roces inapropiados y frases denigrantes.
Sin embargo, no lo denuncian. En vez de expresarse al respecto, muchas de las mujeres que lo han sufrido renuncian a derechos tan básicos como sonreír. Limitan su ropero a prendas conservadoras o restringen sus horarios de salida y movilidad por las ciudades. Las que pueden, evitan sitios públicos congestionados y transitan siempre acompañadas.
Cambios que constriñen y coartan libertades y derechos.
Y así lo ha entendido Tatyana Fazlalizadeh. Una artista que decidió, a través de su oficio, empoderar a las mujeres a no quedarse calladas frente a esta problemática.
Nacida en Oklahoma, residente en Nueva York y de ascendencia Iraní, la artista se cansó de ser blanco de comentarios sexuales, gestos vulgares, jadeos, y miradas lascivas.
Pero en vez de cambiar su vida para evitar el acoso, restringirse o esconderse, Tatyana decidió hablarle a los victimarios utilizando como herramienta su arte.
Tatyana plasma en hojas de papel el rostro de mujeres que como ella han sido atacadas en las calles y las acompaña de las frases que ella y estas víctimas hubieran querido decirle al victimario en el momento de ser acosadas.
Los grandes dibujos luego son fijados en muros y paredes públicas de las ciudades en donde se sabe, el acoso callejero es una práctica diaria y en ascenso.
Los dos primeros lugares en donde se dió a conocer la campaña de Tatyana titulada “Deja decirme a las mujeres que Sonría”, fueron Nueva York y México en el 2012 y 2013.
El impacto no se hizo esperar. Varios medios de comunicación en Estados Unidos le hicieron eco a la campaña y las redes sociales comentaron el tema por varios días. Más recientemente y aprovechado la semana contra el acoso sexual, la artista logró que el 17 de abril sus dibujos se desplegaran en las calles de Canadá, Berlin, Francia, Trinidad y Tobago, y el Reino Unido.
Gracias a la campaña hoy son más las mujeres las que hablan de sus experiencias a pesar del miedo y la vergüenza.
Necesitamos mas campañas como las de Tatyana. Pero también queremos oír la voz de los hombres. Sería interesante averiguar cuáles son los motivos de estas prácticas. Qué logran o qué sienten cuando las practican. ¿Es una práctica aprendidada, una degeneración de los piropos, un derecho masculino?
Este será tema de otra entrada.