Por @Silviadan
Me miró por el espejo retrovisor. Yo, siendo atenta, sonreí tímidamente y seguí mirando a través de la ventana. Desde que tengo uso de razón, cuando voy sentada en la parte de atrás de un carro debo mirar hacia afuera para no marearme.
Subíamos por la circunvalar. Una avenida céntrica que cruza los cerros orientales de la ciudad de Bogotá y que por momentos, en esa época tenía poco tránsito y casi ningún peatón. Yo admiraba el paisaje de los parques ubicados en esa zona.
Pero algo me hacía sentir incómoda. Recuerdo la sensación extraña que me recorría el cuerpo. Pero no le hice caso y seguí sumida en mis pensamientos sobre la universidad, las tareas que tenía pendientes y la dicha de salir temprano para aprovechar la tarde.
Y entonces lo oí. ¿A dónde es que la llevo mamita? Yo ya le había dado la dirección de mi casa. La voz que interrumpía el placer de mis pensamientos no me gustó. Era distinta a la que había oído cuando le hice la pregunta del costo de la carrera, justo cuando tomé el taxi. Entonces entendí el porqué de esa extraña sensación.
De ahí en adelante, el viaje fue una pesadilla. He borrado —por mi bien— las obscenas frases que el taxista no paró de recitar desde entonces y hasta el momento en que pude bajarme del carro.
Sé que fue un largo periodo de angustia y rabia conmigo misma por no haber sido más cautelosa. ¿Por qué no le dije que se fuera por la Séptima —mucho más transitada— y en donde hubiera podido bajarme más rápido?, ¿por qué no detecté a tiempo el tipo de persona que estaba conduciendo el carro?, ¿dije o hice algo que lo incitó?, ¿estaba mi cerrada mi camisa?, ¿era de alguna manera sugestivo el atuendo que vestía?
Y aún hoy, muchos años después, me castigo por no haberle gritado para que parara el acoso. El miedo fue mayor que la indignación. Seguramente —no lo sé ahora con precisión— temía que del acoso pasara a comportamientos más violentos.
No le conté a nadie. No por vergüenza. Como hoy, el acoso callejero es algo cotidiano y tristemente pasa con mucha frecuencia.
Hoy pienso que si hubiera podido quejarme a una autoridad competente sobre el abuso del conductor, no habría dudado en poner la denuncia.
En nuestra región, solo en Perú existe una ley que castiga a los acosadores. Las penas van desde sanciones económicas hasta 12 años de cárcel. Fue aprobada tan solo hace 4 meses, en marzo.
Para aplicarla, se define el acoso como “la conducta física o verbal de naturaleza o connotación sexual realizada por una o más personas en contra de otra u otras, quienes no desean o rechazan estas conductas por considerar que afectan su dignidad, sus derechos fundamentales”.
En horabuena. Antes de aprobarse la ley, en diciembre de 2014 el Observatorio Virtual contra el Acoso Sexual Callejero registraba en Perú un descenso en el registro de denuncias por acoso. Se sabía que sin un marco legal, las quejas caían al vacío.
Aún no hay suficiente información para medir los efectos de la ley. Pero los ciudadanos del común tienen el tema muy presente. Desde la aprobación, el acoso callejero se ha convertido en eje central de campañas publicitarias de productos femeninos. Muchos peruanos, hombres y mujeres hablan sobre el acoso, sus consecuencias, su frecuencia, su origen. Parecería haberse roto algo del tabú alrededor del tema.
Cómo me hubiera gustado tener la opción de denunciar a mi acosador. No ha sido el único que he tenido en la vida y me temo que si vuelvo a Colombia, seré nuevamente testigo o víctima de estos comportamientos.
Ojala Colombia, y otros países de la región sigan el ejemplo de Perú.