En una conversación que tuve recientemente con Natalia Ramírez, una investigadora de la Universidad de Harvard que se ha metido de lleno a mirar temas de género en el mundo laboral, me quedó más claro que nunca que tomar en serio la equidad de género implica revisar cómo se distribuyen las cargas sociales entre los hombres y las mujeres.
Países avanzados y que conocen la importancia del balance social como Suecia o Noruega tienen políticas laborales que ofrecen cuatrocientos días pagados a hombres y mujeres cuando se alistan a ser padres y madres.
Repito, entre dos y ocho días. Esto es un gran problema.
Es cierto que existe una diferencia biológica que nos permite a nosotros las mujeres cargar con nuestros hijos en el vientre. Por eso, en el contexto laboral, se nos ha protegido. Esa protección fue considerada como un éxito para las mujeres por que antes nos despedían de nuestros trabajos al quedar embarazadas.
Esa fue una lucha bien ganada. Pero en el proceso se nos olvidó ponerle atención al importante rol de los padres. A su derecho y necesidad de pasar tiempo con los recién nacidos.
En nuestros contextos, no se reconoce.
Como Natalia me lo comentaba, varias investigaciones han demostrado que los estereotipos de lo masculino y lo femenino afectan la forma en que los hombres y las mujeres son percibidos en ambientes laborales. Eso beneficia o perjudica sus opciones laborales.
En el caso de las mujeres, por ejemplo, se nos percibe como menos confiables, menos productivas y menos confiables que los hombres únicamente a causa de nuestro status de madre.
Parecería que las licencias de maternidad, en vez de protegernos, nos afectan. Los empleadores se preguntan antes de contratar mujeres en edad de reproducción o hacen contratos que los liberen de las obligaciones que acarrea una mujer que puede ser madre.
En el caso de los hombres, ni si quiera se considera la posibilidad de que quieran pasar tiempo con sus hijos o que sea necesario apartar un tiempo para aquellos hombres potencialmente padres, cometiendo un gran error que atenta contra el desarrollo de los niños y las familias.
De hecho, como me lo mencionaba la investigadora, una investigación reciente en Estados Unidos, Australia y Dinamarca mostró que los padres que toman licencias de paternidad están más inclinados a alimentar vestir y bañar a sus hijos mucho después de haber terminado el periodo de licencia. La Universidad de Oslo mostró que los hijos de hombres que han tomado licencias de paternidad tienen mejor rendimiento escolar en la secundaria que los hijos que tuvieron un contacto más escaso con sus padres al nacer.
Además las licencias de paternidad incrementan la posibilidad de avance profesional de las mujeres.
Al tener quien asuma por ellas por un tiempo la responsabilidad del cuidado de los niños, aumenta la posibilidad de que en el mediano y largo plazo mejoren sus salarios.
Si hombres y mujeres disfrutaran de licencias remuneradas al convertirse en padres, los empleadores las interpretarían como un evento natural que se debe tener siempre en cuenta para coordinar y organizar el trabajo de la empresa, y no como una obligación extra.
El balance de cargas tanto en el hogar como en el trabajo contribuiría, con seguridad, a una sociedad mas equilibrada, con menos estereotipos pues la totalidad del trabajo adentro y fuera de la casa sería realmente compartido.
¿Estamos dispuestos a pagar el precio por una sociedad realmente balanceada?