Por @Silviadan
Todas las mujeres que conozco han sido acosadas en la calle por lo menos una vez en la vida. Es una de esas cosas tristes que todas sin excepción tenemos en común y que preferiríamos no haber vivido.
El acoso sexual callejero afecta la dignidad y los derechos de las mujeres y deja cicatrices emocionales de por vida. Suena exagerado, pero no lo es.
De hecho Perú así lo entendió. Por eso en marzo de el año pasado aprobó una ley —la primera en su especie en América Latina— que previene y sanciona el acoso sexual callejero con hasta doce años de cárcel y que define el acoso como “la conducta física o verbal de naturaleza o connotación sexual realizada por una o más personas en contra de otra u otras, quienes no desean o rechazan estas conductas por considerar que afectan su dignidad, sus derechos fundamentales”.
Pero Perú no es el único país que ha entendido que el costo social de no poner freno a estas actitudes es demasiado alto. Argentina, Chile y Panamá debaten el tema en sus congresos y se alistan a formular medidas para contrarrestar esos comportamientos no solo para controlar este tipo de ataques, si no para educar a la población y generar posiblemente un cambio cultural.
El acoso sexual callejero es un síntoma que habla a grandes voces de la salud cultural de nuestros países. Demuestra que aún estamos muy lejos de alcanzar la equidad de género. Es una de las expresiones más vocales de la necesidad masculina de controlar al llamado sexo débil y disminuir su libertad en los espacios públicos.
No estamos hablando acá de piropos inofensivos que resaltan las cualidades femeninas, los saludos amables de hombres que quieren ser atentos con las mujeres en la calle o los esporádicos silbidos que realizan cuando ven pasar a una mujer que consideran atractiva.
No.
Estamos hablando de desnudarse en frente a una mujer para mostrar genitales, de masturbarse frente a una mujer, de usar calificativos denigrantes de manera pública y agresiva para llamar la atención, de tocar o rozar deliberadamente a una desconocida en los espacios públicos para generar reacciones sexuales y físicas, y de agresiones verbales con connotaciones sexuales que indican rabia o resentimiento hacia las mujeres.
Son este tipo de comportamientos y actitudes las que deberían estar catalogadas como violaciones a los derechos fundamentales y que merecerían algún tipo de sanción social. Atentan contra derechos que incluyen decisiones de cómo vestirse, por dónde transitar, y si contestar o si ignorar comentarios no pedidos de personas desconocidas.
El ideal sería que como sociedad pudiéramos ponerle freno a este tipo de condiciones sin necesidad de recurrir al castigo. Sin embargo, por el momento no lo podemos lograr a menos que intervenga el Estado. Así se ha demostrado en Perú. El hecho de lograr una ley que promueva sanciones para el acoso sexual callejero ilumina el tema con una luz mucho más fuerte que obliga a todos los actores a pensar y discutir el problema.
Ahora son mucho más comunes las campañas, los anuncios y las referencias al acoso sexual callejero que es visto como un comportamiento errado, propio de una cultura atrasada e ignorante. Ya no es un tema extraño ni incómodo. Es algo que se discute y se habla contribuyendo, por un lado, a empoderar a la mujer a defenderse y expresarse cuando sucede; y por el otro, a recordarles a los hombres que ese tipo de comportamiento hiere, frustra y deja cicatrices emocionales por siempre.
Y aunque el acoso sexual callejero siga siendo un mal muchos, ya no es el consuelo de tontos.