Religiosamente y por amor al arte, a mi arte, repaso todos los días cinco o seis o más periódicos colombianos, dos o tres páginas digitales de las emisoras más oídas en el país y varias columnas de opinión.

Creo que mantenerse informado es fundamental para entender y aprender sobre nuestra realidad. Para aportar a cualquier discusión sobre nuestro país es imprescindible conocer los detalles de nuestros aconteceres. Además, los medios por lo general, reflejan el sentir de nuestra tierra.

 

Sin embargo me ocurre con alguna frecuencia que los artículos, vídeos o audios no responden a varias de mis preguntas. La rapidez de la información, el afán de la chiva y el ego inflado de periodistas y protagonistas de la noticia priman sobre lo más fundamental de la información.

Por eso acompaño este ejercicio con seguimientos más profundos y conversaciones más calmadas con gente que sabe más o que por razones académicas ha estudiado a fondo los temas que resaltan los medios.

Y aunque me gusta, lo hago con algo de nostalgia. Es claro que los periodistas caen en las trampas de las grandes cifras, los escándalos pasajeros y los reportes cortos y superfluos. No parece haber estímulo para indagar más, para preguntar a fondo, para desentrañar la verdad de los hechos. Pasan de escándalo a escándalo, de cifra a cifra sin detenerse a revisar lo que hay detrás.

El resultado claro, el desenfreno noticioso es la desinformación.

Por su parte y en vez de dar opiniones calmadas, estudiadas y expertas, muchos de los columnistas usan sus espacios para criticar la información que aparece en medios o para complementar los artículos solo con chismes de corrillo.

Entonces es claro lo que alguien alguna vez me dijo: que los periodistas estábamos muy enfermos. Que sufríamos de “vómito informativo”. Esta enfermedad existe, y es propia del afán, la falta de recursos y de la nueva era digital que a pesar de sus grandes bondades y extensos beneficios nos ha contagiado a todos —lectores y productores informativos— con esta nueva dolencia.

 

Si a esto se le suman los tintes ideológicos, las constantes batallas políticas y la manipulación, quienes hacemos las veces de lectores terminamos perdidos en una marea noticiosa que en muchos casos no deja más que malos entendidos, miedos mal infundados, chismes y egos infinitamente abultados.

Amo el periodismo, y creo firmemente en que su ejercicio es uno de los más nobles y necesarios para el bienestar de cualquier sociedad. Los productos informativos deben tener un propósito, un objetivo. Una estrategia que vaya mas allá de la contaminación masiva, de la competencia mediática o de las ínfulas personales.

Quienes tienen el privilegio de informar, deben ponerle énfasis a la palabra informar y no al término privilegio. Y los que hoy somos recipientes de esta información deberíamos detenernos y pensar si lo que leemos, lo que escuchamos y lo que vemos esclarece hechos y contribuye a que nuestra sociedad progrese, se desarrolle y se ajuste a los nuevos cambios.

Quienes regurgitan información lo seguirán haciendo mientras haya quien, sin importar el olor o la apariencia, devoren arcadas ajenas.