“…Es que no deberíamos juzgar a las personas por lo que han hecho con sus vidas —por sus hazañas, sus títulos, o sus ingresos-. Más bien (…), deberíamos juzgar a las personas por lo que nos hacen sentir. Por lo que vemos que ellos mismos sienten. Y sobre todo, por el tipo de persona que aspiran a ser”.

Saqué estas líneas de una despedida que le hicieron a un colega. Quien las pronunció parafraseaba algunos apartes de The Way of the Flesh (El Camino de la Carne), una novela escrita en 1903 cuyo fin era atacar la hipocresía de la era Victoriana.

Y aunque no lo leí, creo que lo que allí se trata de consignar, según el párrafo, es no solo cierto sino necesario.
Así lo entendí cuando buscando qué leer y con ganas de investigar más sobre figuras sobresalientes de la historia de los Estados Unidos, me puse a indagar sobre Thomas Jefferson. Un hombre para muchos impecable. Un héroe de la política norteamericana.
Fue el tercer Presidente de los Estados Unidos, fue el autor principal de la declaración de Independencia, fue vicepresidente, secretario de Estado, embajador de su país en Francia, gobernador y congresista. Fue arquitecto y era experto en mecánica, matemáticas y horticultura. También se le cataloga como músico, arqueólogo e inventor.
Además, fundó la Universidad de Virginia y escribió las Notas del Estado de Virginia considerado el libro norteamericano más importante publicado antes de 1800.

Era un hombre alto, de casi dos metros de estatura, delgado pero de movimientos coordinados y tranquilos. Por su postura, decían algunos, se le calificaba de imponente y majestuoso a pesar de ser sencillo y discreto.

 

 Y no solo inspiraba respeto y una profunda admiración. Era carismático y encantador.

Así lo sentí cuando leí algo de su historia, hasta que me encontré con Sally Hemings.

Sally fue una esclava que adquirió Jefferson del lote de 200 hombres y mujeres de color que aportó Martha Wayles Skelton a su unión matrimonial con el talentoso político.

Cuando se trasladó con su familia a Monticello, la famosa casa de los Jefferson ubicada en Charlottesville en el Estado de Virginia, Hemings era tan solo una menor.

Pero al cumplir los 14 años de edad fue enviada a Francia donde su tarea era asistir en el cuidado de los hijos del entonces embajador, que hacía tres años había perdido a su esposa tras el parto de su último hijo.

Hemings volvió a Estados Unidos a los 17 años embarazada, y según datos recientes su primer hijo y posiblemente los cinco posteriores eran de su amo y señor, Thomas Jefferson.

A pedido de su propia esposa en el lecho de muerte, Jefferson juró nunca volverse a casar. Martha no quería que sus seis hijos tuvieran madrastra. Así, Sally se convirtió, según dicen, en su compañera de vida.

Por años se ha tratado de deslegitimar la historia argumentando falta de información científica que compruebe dicha relación. Algunos, por el contrario, trataron de romantizar la historia inventando cartas de amor e intercambios afectuosos que nadie ha podido descubrir.

Al día de hoy lo que se conoce son pruebas de ADN que han reafirmado la conexión genética de dos de los hijos de Hemings con Jefferson, algunos posibles testimonios de estos acerca de la relación de su madre con el expresidente y una habitación en Monticello que según arqueólogos e investigadores, era de Sally. Hemings dicen, era la única esclava con este tipo de privilegio en la mansión.

De haber existido, nadie sabe si la mujer aceptó la relación porque se enamoró, por conveniencia o por miedo.
Lo que es cierto es que por la diferencia de edades, de color de piel y sobre todo el poder del entonces político norteamericano y la situación social de Sally no eran muchas las opciones que tenía la esclava.

Por eso el tema ha sido de difícil investigación. Nadie quiere humanizar a un hombre que por años ha representado los valores más profundos y nobles de esta sociedad. Nadie quiere dañar a uno de los pocos héroes que parecen reales. Reales, hasta que, claro, no lo son.

Jefferson no era un héroe. Era un ser humano. Uno que marcó grandes hitos, que inspiró y que creó. Uno que sin duda, dejó una marca positiva e indeleble en la historia de este país y que con seguridad buscó siempre ser la inspiración para el cambio y el progreso.

Pero humano, imperfecto. Lleno de miedos e inseguridades, y posiblemente débil antes sus pasiones.
Por eso, repito lo que dijo mi amigo:

“…Es que no deberíamos juzgar a las personas por lo que han hecho con sus vidas—por sus hazañas, sus títulos, o sus ingresos-. Más bien (…), deberíamos juzgar a las personas por lo que nos hacen sentir. Por lo que vemos que ellos mismos sienten. Y sobre todo, por el tipo de persona que aspiran a ser”.