Esta historia ocurrió en Londres hace poco tiempo, pero bien puede presentarse de nuevo en cualquier ciudad, Bogotá puede ser.
Me contaba Susana en el almuerzo,
que en septiembre del año pasado, cuando llevaba algunas semanas viviendo en
Londres, cerca de Locklands, antiguo East End, en el primer piso de un edificio
que miraba la costa del Támesis, un olor fuerte y hediendo comenzó a percibirse
en el ambiente, —«cada vez con mayor fuerza desde hacía días«, dijo. Una
mañana en que salía para las clases de maestría en el London College, Michael
Tromfhonn, del segundo piso, le contó que la señora del apartamento 302, Helen
Stranford, había fallecido hacía unos días de un paro cardíaco. Nadie se
enteró, no hubo ruidos ni llamadas de emergencia, todo transcurrió en un
solemne silencio: murió mientras dormía.
Recuerda Susana que pasaron algunos
días antes de que se percataran en el edificio de la ausencia de la señora
Stranford. «El primero (y quizás el único) de sus vecinos que notó algo
sospechoso fue el señor Tromfhonn… él pasaba en las tardes (después de llegar
de trabajo) a comprarle los pasteles que ella preparaba para sus hijos, y fue
quien llamó a la comisaría de policía».
Esa tarde hubo conmoción en
edificio con la llegada de varios coches policiales cargados de ensamblajes
relucientes y escaramuzas de la Scotland Yard. Un par de jóvenes investigadores
hicieron preguntas a algunos habitantes del edificio y recolectaron pruebas
para sus pesquisas. –«Parecían afanados o aburridos de este caso tan común en
Londres, uno de ellos estaba contagiado de influenza, que por aquellos días afectó
a más de uno en su cotidiano hacer […] Bueno, decía que sacaron el cuerpo del
apartamento y lo condujeron a la ambulancia, y sellaron la puerta mientras se resolvían
diligencias legales o algo así». Fue un suceso que dejó atónitos a los
residentes y al administrador del edificio, Brian Chasquiet, que el día
anterior vino por el pago del arriendo,
tocó a la puerta de la señora Stranford y nunca le abrió, simplemente
dejó en la portería un recado para ella.
–«El caso es que la señora murió y
nadie se enteró, y ni siquiera esto es lo importante, nadie estuvo a su lado…,
cerca o disponible para acompañarla en su último viaje», cuenta sollozando
Susana.
Una historia solitaria
Nunca se casó, no tuvo hijos,
obviamente tampoco nietos, salvo algunos sobrinos o sus hermanos o algún amigo,
no recibía más visitas, –«Aunque aquí
nadie conoce mayor cosa de los otros, quizás algún amigo del pasado le visitaba
algunas veces, quizás…». La señorita
Helen Stranford se había dedicado a la repostería francesa, tuvo algunos
locales cerca Chelsea, en el Canary Wharf hacía unos veinte o treinta años. Su figura
rechoncha y dulce suscitaba la imagen de abuela feliz y afable, de una mujer
tranquila y dispuesta a compartir sus tartas variadas, sus hojaldres y demás
delicias. El gascogne de pasas y
ciruelas, o con pasas y chocolate era
uno de sus platos predilectos de juventud, comentó al apestado inspector su
hermana Elizabeth, que vive en Newclastle-under-Lyme, y se enteró por una
llamada de un agente de la Scotland Yard, que en tono seco le comunicó que el
cuerpo de su hermana reposaba en una oficina de medicina legal de la ciudad. En
tanto su hermano Ronald, que vive en Liverpool, se encontraba de viaje en
Chicago visitando a uno de sus hijos, y se enteró de la muerte de su hermana
justamente el día en que iba a ser enterrada. Obviamente no pudo viajar hasta
Londres, y me contó Susana que en sus indagaciones se enteró que hacía tiempo
que no hablaba con su hermana.
–«Y encima de todo le habían diagnosticado gota, hacía dos o tres años
–no recuerda con exactitud-, razón por la cual vendió sus locales de
repostería en Chelsea y tuvo que enclaustrase en su apartamento».
Cuando Susana llegó a Londres la
señora Stranford ya estaba enferma, no caminaba ni salía de su apartamento, se
dedicaba a tomar clases de gimnasia psicofísica y meditación con una vieja
amiga que venía algunas veces en la semana, y a las que algunas siempre le
invitaba, pero que Susana nunca iba. -«Ella me decía: entonces llévate esto que con seguridad te harán buena compañía,… y
yo gustosamente aceptaba su ofrecimiento, pues eran LPs de Beatles, Cream, Ella
Fitzgerald, hasta de Dylan y otros que no conocía…». Después de la hora del té, el apartamento
quedaba en silencio y una suave luz que se colaba por debajo de la rendija de
la puerta, como una línea horizontal, se divisaba desde los pasillos del
edificio. Así se sabía si estaba despierta, y Susana podía pasar por su tarta
de frambuesa o de caramelo y uvas, que la señorita Stranford le regalaba cada
noche para la cena, pues la comida en Londres es sumamente costosa.
El último adiós
Al entierro, cerca de Saint Paul,
asistieron pocas personas, entre familiares, vecinos y clientes ya envejecidos
de sus primeras reposterías en la ciudad, no superaban veinte dolientes. Aquel
día, me cuenta Susana, cayó una lluvia pertinaz desde la mañana hasta entrada
la vespertina, el cielo gris y el viento frío en otoño presagiaban la temprana
llegada del invierno. La ceremonia de exequias tardó una media hora, ninguno
lloró la partida de la señora Stranford, lamentaban lo triste de su fin.
-«Murió como vivió», comentaba el vecino del apartamento contiguo que comía sus
pasteles con deleite los fines de semana. Sólo le hacía compañía su gata Alice,
que ahora Susana cuida y es su mascota y guardiana en las noches de estudio en su pequeño espacio
del edificio.
Días después Elizabeth Stranford empacó
algunas diademas, gargantillas de perlas y collares cortos que su hermana
conservaba desde la época de escuela, y que ella tomaba prestada sin permiso
para bailes y fiestas juveniles en los sesenta. También se llevó la poltrona María Antonieta en la que Helen leía a
sus amados dramaturgos, el armario adoquinado y la mesa con incrustaciones de
hueso y marfil que su hermana había comprado en un viaje a Turquía en compañía
de algún novio. El resto fue empacado y repartido entre personas que malvivían
en el sector (estudiantes, artistas, escritores, vagabundos).
Ahora el apartamento está en venta,
aunque nadie ha venido a mirarlo, –«Esperar marzo haber si lo venden», aclara
Susana en tono burlesco, juguetón. A ella le angustia la posibilidad de morir y
que nadie se entere, el espectro de la soledad es refugio poco recomendable y
penoso para cualquier persona, sobretodo joven y alegre como ella. Por eso, se
acompaña de Alice en las noches, de amigos de la Universidad, y de alguno que
otro desocupado que la visita, como yo, que escribo estas líneas después de la
hora del café – a Susana no le gusta el té- y de una película de Woody Allen:
«extraño asesinato en Manhattan», que intentaremos terminar de ver esta
noche.