Por Fernando Salamanca


Hoy inicia el TLC con Estados Unidos y las voces de complacencia y de crítica no se han hecho esperar. Unos defienden la inserción en el comercio exterior (reconociendo, eso sí, las falencias estructurales de la producción doméstica), en tanto otros se rasgan las vestiduras ante la que califican «la peor decisión económica desde la Apertura Económica del gobierno Gaviria», enumeran la lista de perjudicados por el tratado: el sector cafetero, los lecheros y junto a ellos toda la pequeña ganadería, los campesinos boyacenses, los productores avícolas, los actores y productores de televisión y teatro, en fin, no son pocos los afectados, pero quien recibirá el primer mazazo será el campo colombiano.

 

Para el presidente de la
ANDI, Luis Carlos Villegas, se trata simplemente del juego comercial «en el que
siempre hay ganadores y perdedores», y añade que la «la balanza en cualquier
tratado no siempre está en punto de equilibrio». Se trata de la lógica del
mercado global y las economías interrelacionadas: un centro que produce y
vende, y una periferia que provee la materia prima y compra el producto final.  

   Los economistas entusiastas del TLC vienen
explicando en múltiples entrevistas que «sencillamente se trata de comercio
internacional, de aumentar el valor agregado de los productos y las
exportaciones, […] los beneficios se verán en el aumento de los productos exportados»
(El Tiempo), con el característico lenguaje almibarado aseveran que el Tratado
de Libre Comercio es lo mejor que le pudo suceder a la economía colombiana en
su intención de insertarse en la economía internacional. El embajador de
Estados Unidos en Colombia Michael McKinley es más enfático: «son muchos los
beneficiados con este valioso tratado» (Caracol).

 Y debe ser muy valioso para quienes recibirán
las buenas nuevas de este tratado cuya firma, más parecida a una mendicidad
limosnera que a un acuerdo negociado y concertado entre partes iguales,
veníamos rogando desde el 2004 cuando se iniciaron formalmente las
conversaciones bilaterales. Pasó el gobierno de Uribe que a pesar de su
irresoluble obediencia a las políticas internacionales del gobierno Bush (que
lo convirtió en el Caín de la región), no logró que se firmara el acuerdo. En
tanto Perú, Panamá, Corea del Sur y otros países emergentes suscribían dicho tratado
comercial sin mayores obstáculos. Hernando José Gómez, uno de los negociadores
colombianos sostuvo «que fueron ocho años arduos» de ires y venires, de ceder,
que él llama «replantear la agenda» para que la administración Obama diera vía
libre al acuerdo.

  Añade en una entrevista que son muchos los
productos beneficiados con el no pago de aranceles, «confecciones, cortinería,
toallas, flores, alimentos». Incluso se hizo una lista exhaustiva cuya cifra es
de 8.000 productos beneficiados (El Tiempo). «Un 25% aumentarán las
exportaciones», asegura Gómez. Sin barreras aduaneras e impuestos de entrada se
verán los primeros resultados positivos para las exportaciones del país. Pero
también pasará lo mismo aquí: cientos de productos inundarán el mercado, desde
alas de pollo, pasando por arroz, maíz, pescado, tubérculos, lácteos, hasta
café, que puede venir de Vietnam o Brasil, y que aquí consumiremos como si se
tratase de una sede provincial de Starbucks, en el autoengaño de que lo foráneo
es mejor que lo doméstico.

  Ese mismo engaño, digo, autoengaño que
intentan vendernos valiéndose de una propagada atropellada. Por radio, prensa y
televisión el gobierno nacional, desde sus ministros de Comercio, Relaciones
Exteriores, Minas y energía, y Economía, pasando por los industriales de la
ANDI y los expertos tecnócratas han señalado los buenos propósitos del acuerdo
y enfatizan que no estamos en la era del proteccionismo agrario ni los subsidios
a la industria mediana y pequeña, y que producir a perdida sólo genera atraso y
no permite salir del subdesarrollo. Se equivocan en sus apreciaciones, porque el
TLC en similares a la nuestra a reproducido sus males y falencias, señala López
Caballero «está reconocido que su
aplicación o desarrollo aumentó en todos los países las desigualdades, el
número de pobres, la brecha salarial entre trabajadores calificados y no
calificados, y generó desbalances financieros entre países y regiones, y a
nivel global propició recesiones y crisis»
(Dinero).

  El sistema de ventajas comparativas relativas
es sencillo: se trata de una economía poderosa, subvencionada, proteccionista
como la estadounidense, frente a una desvalida, inerme y macilenta como la
nuestra. Es un juego desigual, como lo reconocía Villegas al comienzo, entre un
centro (político, comercial, militar, cultural) y una periferia, o una colonia
cuyo papel en la economía mundial es paquidérmico, Antonio Caballero lo ilustró
muy bien: «es una penetración sin vaselina, empalamiento» (Semana). La demostración
racional a que apelan los defensores es la misma que invalida su argumento: por
más beneficios minuciosos que defiendan, en su conjunto, es un descalabro para
el país. Porque se trata de un pulso entre un país rico y desarrollado, frente
a uno mal administrado, y por ello pobre, que no termina nunca de hincarse y
agachar la cabeza.

  El TLC
traerá beneficios, sin duda, pero no será para los ciudadanos de a pie, para el
común de la gente, sino para otros que disfrazan su picardía en discursos
técnicos, que no quieren despertar de su fantasía: la de creerse mejor que el
resto de los colombianos. Esa es la cruda realidad, para todos.