Por Fernando Salamanca
La reina Isabel II es una mujer seria. Aunque
su rasgo particular sea una sonrisa. Claro, se trata de esa sonrisa fingida y
retraída propia de la monarquía inglesa. Toma la vida como un deber de
inaplazable cumplimiento y un servicio predispuesto por el sabio destino de
Dios y de su pueblo.
Después de la reina Victoria, es la matriarca con más tiempo en el trono
El mismo que siempre le ha demostrado tantas
veces su agradecimiento: en los días difíciles de la invasión alemana sobre
Londres y otras ciudades en 1940, en la celebración por su matrimonio unos años
después, la ha acompañado en sus convalecencias y festejado sus recuperaciones
físicas y espirituales, y en los diferentes y cada vez más preciados jubileos. Sorprende
dicha comunión si tenemos en cuenta el carácter distante e introvertido de la soberana
inglesa que mostró desde sus primeros años, ese «aire de autoridad y de
reflexión diferentes de los otros infantes» como mencionó Sir Winston Churchill
en 1929.
Años antes de ser declarada oficialmente reina, su tío Eduardo VIII había
abdicado al trono para casarse con la estadounidense Wallys Simpson. En pleno
vuelo sobre las colonias inglesas en África en 1952, el consejero Martin
Charteril selló EL acta de aceptación de la corona y otras oficialidades del
Imperio Británico. Ella, emocionada según sus propias concepciones de las
emotividades dispuso lo necesario para las celebraciones en Londres a finales
de la primavera. La ceremonia se llevó a cabo en el Palacio de Buckingham con
toda la pomposidad que podía permitirse una nación empobrecida tras la guerra,
dicho evento, según un político de la época «fue un oasis de color en medio de la
situación grisácea de Inglaterra en la posguerra». Además, se constituyó en paradigma
mediático: fue la primera en ser televisada en la historia inglesa, además la audiencia
de la BBC fue superior a los tres millones de radioescuchas.
En calles y eventos públicos los ingleses dejaron ver su fuerte lazo con la reina Isabel II
En
el verano de 1947, con 18 años cumplidos, contrajo matrimonio con el remilgado
Felipe de Grecia y Dinamarca, pariente suyo en diferentes líneas de ascendencia
monárquica europea, de quien se enamoró apenas era una adolescente. En 1952, ya
con dos hijos a cuestas (Carlos y Ana), Isabel II tomó posesión del trono junto
con su joven esposo, ahora Duque de York y miembro de la Iglesia Anglicana en
abandono de su fe ortodoxa griega. De este modo Isabel se convertía en la
cabeza visible del Imperio Británico, de la Iglesia Anglicana, y por añadidura
de su hogar. Una salvedad: Isabel no exigía de él fidelidad como esposa sino
lealtad como súbdito.
Hoy Isabel II
llega a sus 60 años en trono, con
algunos achaques y dolencias pero con la entereza y lucidez que su pueblo le
solicita y admira. Pueblo que, no hay que olvidar, tributa cifras altísimas
para satisfacer sus necesidades y deseos más triviales.
En
pocas ocasiones ha estado de cerca con los ingleses. Una anécdota que recuerda
sucedió en 1945 con la celebración de la victoria europea sobre los Nazis y los
festejos en Whitehall y otras calles de Londres. Cuando junto con su hermana
Margarita se confundieron en la multitud atiborrada de alegría, «…Pedimos
permiso a nuestra madre para mirar en el balcón los agasajos y en unos momentos
ya estábamos abajo en la celebración». Lo mismo puede decirse de su relación
con su familia, pues Isabel II ha seguido al pie de la letra el protocolo
monárquico, que le prohíbe llorar en público o demostrar sus sentimientos
abiertamente, saludar a su familia como lo haría cualquiera con sus hijos o cónyuge,
o rodearse de amigas y confidentes. Los saludos están claramente establecidos
para los miembros de la Corona: Duques en su turno, Lords en el suyo, Primer Ministro
por aquí, Parlamentarios por allá. Sus hijos no han escapado a este orden
castrense: en el discurso al final del concierto del domingo fue informal al
llamarla «madre» delante de sus súbditos.
El orden
y la disciplina han sido rasgos de su personalidad. En 1940 ingresó al Servicio
Territorial Auxiliar de Mujeres en el mando de Subalterna segunda, con los meses
llegaría a ser conductora y mecánica; en 1933 fue matriculada en el Girls Guiden, especie de club para niñas
expedicionarias creado por la familia real para que sus hijas se relacionaran
con otras pequeñas aristócratas. En el matrimonio de su hijo Carlos con Diana
Spencer en 1982, Su Majestad decidió desde la fecha de la boda, la lista de invitados,
el carruaje de los novios, y según algunos tabloides, hasta el vestido
estrafalario que lució Diana. Fue una fiesta para ella, contrario con la
reciente boda entre su nieto Guillermo y la plebeya Kate Middleton.
Precisamente,
su relación con Diana de Gales fue difícil y controvertida. Aumentada por la
maraña de paparazzis y diarios sensacionalistas que hicieron de la joven
princesa el blanco predilecto de su hilarante persecución. En una biografía se
comenta que la reina no cruzaba palabra con su nuera, o que «…se disgustó
notablemente cuando se enteró que Diana había ido con sus hijos William y
Guillermo a comer hamburguesas en un kiosco londinense». En agosto de 1997 con
el trágico accidente que acabó con la vida de Diana y Dody Al-Fayed, la reina
Isabel mostró un lado oscuro: el de la frialdad y la indiferencia hacia el
sentimiento popular. Recluyó a su familia en un férreo silencio y aislamiento
imperturbable en su palacio de campo al norte de la isla.
Esta ha sido una de las pocas veces en que la
opinión pública no estuvo de su lado. Por ello el discurso simplón un día antes
del entierro de Lady Di, que ella en una entrevista aceptó como «…un salvamento
y pertinente para la ocasión», pero que medios y súbditos entendieron como
oportunista e impuesto, según el disgusto de cada quien.
Finalmente
quedan las anécdotas: ser la reina más viajera de la historia de la Corona
inglesa, el segundo reinado más largo después de la célebre Reina Victoria que
marcó toda una época en la Isla y el mundo, una familia desigual, con divorcios
y desavenencias por doquier.
Silencios y aislamientos han definido la vida
de Isabel II, que le ha significado la soledad del poder, el alejamiento de sus
hijos, las infidelidades de su marido, la sátira de la izquierda y la burla de
artistas e intelectuales. A ella, como el Patriarca de la novela de Gabo, la
acompaña la soledad de su pasado, las clases de su institutriz Marian Cradford,
que le indicaban guardar compostura en toda ocasión, aunque la dulce pequeña no
tuviera claro qué significarían en su vida. Como reina o simple mortal.