Es una fotografía anormal. Se
trata de la imagen de la cédula de ciudadanía del jefe de las Farc Manuel
Marulanda Vélez, más conocido con el alias de Tirofijo.
Y es rara, por una razón
inmediata: aparece de saco de paño, corbata, la cara limpia sin rastro de
bigote, no lleva gorra ni sombrero, y el cabello ordenado hacia atrás. Contraria
la forma como se ha divulgado su imagen de líder guerrillero campesino, que hizo
de la toalla un referente de su personalidad y un artilugio que llegó hasta la
curaduría del Museo Nacional. Representación que se nos antoja más coherente con
su vida: nació en un municipio pequeño de Quindío en 1928, estudió hasta quinto
de educación primaria, hizo todo tipo de trabajo para ganarse la vida hasta que
se fue de su casa a los trece años. No conoció Bogotá (aunque fue sindicado de
promover disturbios en el Bogotazo) ni otra ciudad importante de la Colombia de
los años cuarenta, que no dista mucho de la de hoy, con sus ciudades repletas
de desplazados y desmovilizados, cinturones de miseria como colofón del
conflicto doméstico.
En la época de La Violencia (años 50) se rebeló junto a
un puñado de colonos, campesinos y peones perseguidos por la doble autoridad de
los dueños de la tierra y sus compinches legisladores. Y por extensión, de la
de Dios y el Estado. Se trataba de un país parroquiano en el que no cabían «los
otros»: la población afrodescendiente, los indígenas, las mujeres, los hombres
de ideas avanzadas, y mucho menos los homosexuales o agnósticos. «Todos eran católicos, liberales o
conservadores, hombres de familia…» (Humberto de la Calle). Un país en el que
no caben todos resulta por ser excluyente, dirigido o mandado por unos pocos,
por quienes se acomodan al estereotipo de buen cristiano, hombre de bien, modelo que hoy podemos ver en forma de censura en medios de comunicación como El
Colombiano y cadenas radiales.
Antonio Caballero escribió en su
columna que «en este país siempre ha importado más la imagen que la realidad»
(Semana). Lo importante no era acatar las reglas, sino fingir que se obedecen;
lo primordial no es trabajar en finalizar la guerra sino evitar que se publiquen
gran cantidad de malas noticias sobre Colombia. El doble rasero que se traslada
a la moral pública: recoger los vicios y viciosos de la ciudad y encerrarlos en
una zona de tolerancia, como se hizo en Medellín hace muchos años, o fingir
urbanidad en la mesa o ingenio en las conversaciones como ocurría en los clubes
sociales bogotanos, copia patética de la Inglaterra victoriana. «El sábado en
los prostíbulos y el domingo en la Iglesia», escribió un poeta antioqueño.
Tirofijo en El Caguán, archivo Semana.com
Tirofijo no se rebeló contra los buenos modales, la urbanidad
cachaca, o los estereotipos sociales. No los conocía, ni ambicionaba tener o
ansiaba saber. Fue un campesino inteligente que durante un poco menos de medio
siglo puso en jaque al Estado colombiano. Además, era más realista que sus
enemigos: «esta guerra no va a terminar cuando esté vivo» dijo en una
entrevista en La Uribe, Meta en los años ochenta. Mientras que en cada posesión
todos los presidentes aseguraban que en su mandato acabarían con las
guerrillas, o que llegaría el fin de conflicto, unos mediante el diálogo, otros
por la vía armada. Todos apostándole al cortoplacismo. En ambos casos, la
promesa ha sido incumplida.
La degradación moral de las
guerrillas, sus actos insensatos, viles, indefendibles como el secuestro o el
reclutamiento infantil o la toma y asalto a pueblos del país, sumados a los
dineros infinitos del narcotráfico, han tenido un efecto recrudecedor del
conflicto, y contraproducente para ellas mismas. Una implosión interna, la
lucha por el poder, inherente a toda lucha armada, en especial civil y larga
como la vivida en el territorio colombiano. En las Farc Marulanda terminó
siendo una figura de precursor, pionero, alejado del control militar en cabeza
de subalternos.
En últimas, «el triunfo de Tirofijo fue que no lo capturaron ni lo
mataron» (Molano). Murió de viejo en el 2008 en algún lugar de las selvas del
sur del país. Su vestigio único de legalidad fue esta foto que pocos
reconocerían, porque en últimas es un falseamiento de la realidad: un campesino
disfrazado de citadino, de rolo, de hombre de bien. Algo que nunca fue, y que
muchos fingen serlo.
La apariencia y la incoherencia como
realidad y fines vitales.