Le tememos a la vejez. Nos aterra la sola idea de descubrir cada día una arruga nueva, que al siguiente sueño será tan solo desconocida. Una sensación extraña, sobrecogedora aparece cada vez que tocamos el tema inevitable, inaplazable de envejecer. Comentaba una noche con mi esposa que uno de mis temores es convertirme en un estorbo para los hijos y un juguete para los nietos; a ella por su parte le aterraba estar fuera de lugar, cansada por lo que antes requería de un esfuerzo mínimo, «enfadada porque te vas volviendo feo, enfermo, sin amigos. Nadie te quiere en ninguna parte», dijo.
Su visión
negativa de la vejez me trae a la mente la advertencia de Platón: «teme
a la vejez, pues nunca llega sola». Claro, no llega sola porque es el
final del recorrido, la cúspide de los esfuerzos hechos, la meta de las
experiencias, los desaciertos, los olvidos, los descalabros, y los
efímeros momentos de felicidad. Es el colofón de lo que hicimos cuando
teníamos más energías y entusiasmo, quizás quede solamente lo último: el
empeño y ardor por vivir. O al menos, por sentir, por evitar ese pacto
honesto con la vejez al que se refería Gabo con el Coronel Aureliano
Buendía, quien murió mientras orinaba en un junco en el patio de su
casa.
Cuando
somos niños los grandes nos atemorizan, sentimos la urgencia de que los
días pasen a toda velocidad para crecer y hacernos fuertes, recios, y
adquirir la valentía que no lográbamos sentir por la pequeñez de nuestro
cuerpo, y creo que de nuestra persona. Cuando hablo con mis amigos
sobre su vida tras la etapa universitaria (la mejor época de la vida),
los comentarios sobre sus hijos van y vienen con la emoción innata de
quien ama y siente por vez primera. Hace unos días estuve en el
cumpleaños de Manuela, una nena rubia, de cachetes rosados y melena
despelucada. Marcela, su mamá me decía «definitivamente, es la mejor
época de la vida, mírala… feliz, su única preocupación es jugar».
Creo
que tenía razón. La nena no para de correr, reír, atravesarse en los
corredores y abrirse campo por entre los adultos con un montón de niños,
que parecían más una horda trepidante a punto de derrumbar la casa con
sus hilarantes gritos. Después de un rato Manuela regreso llorando donde
estábamos con mi amiga, quien preocupada le preguntó por qué estaba
así; la nena le dijo que una «niño grande me empujó, así…», tenía
futuro histriónico. Y hacía caras y ademanes para intentar simular tener
más años de lo que su certificado de nacimiento decía: 3 años, y un día
de edad.
La Duquesa de Alba, en su juventud y una belleza impactante, hasta Picasso quiso pintarla desnuda. Archivo Jet Set.
El psicólogo y sociólogo Erich Fromm escribía
en uno de sus libros (que recomiendo a ojo cerrado) que la ilusión por
la niñez del adulto, es un anhelo por la protección y amparo que tuvo
durante su niñez, y que sólo en su madurez se hace consciente de
semejante dilema. A lo largo de nuestra vida, es decir, las
parrandas y ennoviadas de la adolescencia y los descubrimientos
vivenciales de la juventud; de coger seriedad en la adultez y trabajar
para la futura pensión, el feliz y último descanso, pues no hacemos más
que ser unos niños, unos mocosos que le tememos al jefe cuando tenemos
que presentar un informe, al amigo cuando la embarramos en un
comentario, o mamá cuando metemos la pata con alguna imprudencia. Y ni
hablar cuando de deslices maritales se trata, como decía un amigo «las
únicas batallas que se ganan huyendo, son con las mujeres».
Eso
hacíamos de niños: jugar, quejarnos de los grandes, y escondernos
debajo de las naguas de nuestra mamá. O de los pantalones de papá. Sólo
que ellos nos recriminaban con un «no sea nena, vaya y ponga la cara» o
con un «usted si está igualito a su hermana, no», y así nos sacaban
corriendo en busca del cobijo materno. Que podría incluso ser la abuela,
que para eso era buena, o alcahueta como decía mi papá. Mecenas de los consentidos y chillones, los abuelos eran un refugio seguro.
Me
comentaba un amigo hace meses que a la larga uno nunca se independiza
de la casa, ni de la mamá, «lo único que hice fue cambiar de naguas
donde esconderme». Lo que me dejó pensativo. No vamos a dejar de ser
niños, chiquillos que nos enojamos cuando nos reprenden y asustamos al
momento de enfrentar el peligro. O peor aún, de viejos somos como ese
niño que se la pasaba sacándose los mocos y correteando a todos para
mostrarnos su juguete flemático. Un profesor de historia de arte nos
decía que «de viejo se es más cobarde o más cínico».
De
estos últimos, me temo, son Cayetana Fitz-James Stuart, más conocida
como la Duquesa de Alba que anda feliz exhibiéndose en bikini como
cualquier quinceañera con su nuevo juguete, o consorte, como señalan los
cánones monárquicos, Alfonso Díez; o Silvestre Stallone, Chuck Norris y
Bruce Willis que ahora intentan reencaucharse -no sé si en la pantalla
grande o con alguna cirugía plástica- como la pandilla de viejos
ridículos, persiguiendo delincuentes y armándose rollos en su cabeza
sobre amenazas terroristas, que más bien son delirios, pendejadas
de viejos que no tiene nada qué hacer su tiempo.
Y
ni qué decir de los viejos de la guerra, que ya anda por los sesenta,
aunque siempre le vamos quitando años. Timochenko tiene la barba tan
canosa como Antonio Caballero, y ambos recuerdan con nostalgia sus
charlas en La Uribe, por allá en 1984, en otros diálogos de paz, esa vez
con Belisario.
De
pronto y me ánimo a envejecer. Solo me tengo que esperar junto con mi
esposa los hijos, las desveladas y los vaivenes de la crianza de ellos y
los nietos. Lo único que pido desde ahora es no ser un enclenque cuando
los diálogos de paz con las Farc den sus frutos, y que Uribe no sigua
trinando desde el Cielo o el Purgatorio, con rayos y centellas contra
todo el mundo. Y que mi esposa, no tenga la vergüenza de la Duquesa de
Alba, y que le queden menos neuronas por utilizar que Amparo Grisales.
Timochenko revelando la disposición de las Farc por el diálogo de paz con Santos
* fotografía de inicio de columna, archivo de Archivo de Alejandro Kirchukel primer premio de «Vidas Cotidianas» con la serie «Nunca te dejaré ir». Marcos (89) cuida a Mónica (87), su esposa, quien padece de Alzheimer.