Este sábado se celebra otro día del amor y la amistad. Invitaré a mi prometida a una tarde de cine, helados -o café, en Bogotá el clima es impredecible-, y le diré lo mucho que la amo y lo importante que es para mí. Y por la noche, con mis amigos y amigas, alrededor de un buen trago o una exquisita cena, todo porque hoy es día de amor y amistad. Si usted tiene tiempo hoy, podría preguntarse qué es el amor, pensar un momento, que a su cabeza y su lengua no venga una respuesta que por ingeniosa deja de ser inteligente. Porque el amor, así sea para teorizar, necesita de tiempo y soledad.
Para algunos el amor es semejante a esa entelequia que asociamos a telenovelas mexicanas o venezolanas, canciones susurradas al oído, de algún cantante que despierta suspiros y despechos. El amor es complejo de definir, es vaporoso, se cuela por entre los dedos, se esconde en rimas o sonetos, o se muestra con ostentada dignidad en pinturas y esculturas, con sutilidad en sonatas y cantos. Hay que sentirlo, es más cercano con besos o caricias que con palabras, que intentan definirlo o encapsularlo en poemas, prosas, ensayos, en fin. Mi inquietud se encamina hacia lo que entendemos por amor y amistad.
Son formas de una misma esencia: el amor, lo que cambia es la intensidad y sobretodo el objeto, aunque la alquimia del egotismo hace que hoy seamos amigos y mañana novios, o para no complicarnos es mejor una relación de amigos con derechos, o sin reservas. Mutamos de una relación a otra, o aún más grave, de un matrimonio a otro, con facilidad y sin colocar ese espejo retrovisor que nos hace ver qué hemos hecho o dejado de hacer. Reviso revistas de estilo y farándula y veo nuevas parejas: que aquel se juntó con aquella, que esta decidió casarse después de cuatro largos meses de noviazgo. O que un par de tortolitos decidieron echar tierra a sus diferencias y volver a intentarlo, quizás sólo para la instantánea, quizás, o para un ratico más. Pero eso sí, nadie se queda solo, ni de riesgos, son pocos quienes ostentan o se enorgullecen de su soltería, es denigrante posar solo consigo mismo. Parecer todo un Don Juan, decía Fromm «es la mejor muestra de que estamos plenos, llenos, que tenemos todo, o al menos una parte».
Mutamos, sí, pero no cambiamos. Como el juego del ciego, lo que se agarra no se suelta. Sentimos un miedo terrible de quedarnos sin pareja o sin amigos, recordando la frase de Oscar Wilde, «todos en la vida necesitamos amigos alguna vez», la amistad para el escritor irlandés, tanto como el matrimonio para Nietzsche, se fundamentan en la comunicación. Una pareja que se comunica, se entiende: caminando, jugando cartas, en la cama, en los silencios, en las ausencias, en las diferencias, en los momentos de tristeza y alegría. Es un estado más que una sensación, es algo que no se da de la noche a la mañana, aunque en el intermezzo hayan sucedido mil cosas. Porque, paradójicamente, entre más acompañados estemos, pasa como la canción de Fito Páez, «dormir contigo es estar solo dos veces». Más soledad, más necesidad de buscar, de tener, de adquirir, de celos, de posesión, de celebrar días de amor y amistad, o como quieran llamarlo.
Ese rebaño que acude corriendo a ver qué hace el sábado con los amigos o en la noche con su amor, el rebaño que obedece, a las telenovelas mejicanas, o los eslóganes del mercado, a las sociales de las revistas, o la iglesia el domingo. Porque es mejor disfrutar: el placer es fácil y la comodidad no es costosa. Es mejor «ser amados» que tener que amar. Erich Fromm señaló en su «arte de amar» que el amor es ante todo una «actividad», un movimiento, un cambio, no es estacionario ni pasivo, sino activo, que da en vez de recibir. Es un arte, un aprendizaje, una meta y a la vez una esencia. Es si lo queremos ver un «all you need is love», o «love» (canción dedicada a su esposa Yoko Ono), que profesaba Lennon hace más de cuarenta años, es un sentido menos material de las relaciones, de los afectos, de las personas, de nosotros mismos.
Pero no hacemos caso, y nos unimos, nos reconciliamos, armamos rumba porque, «qué más se hace», porque todas las acciones del amor, de lo que entendemos como amor, se encaminan a evitar la soledad, a no morir viejos, solos y amargados. Buscamos, con nuestra precipitada e infantil condición psicológica, algo que nos satisfaga, que alimente el ego, que nos haga sentir vivos, así sea algo efímero, de una noche y muchas caricias, o algo entretenido o furtivo. O lleva a atestiguar que ni lo duradero ni lo ideal ni lo fantasioso ni imaginario, es lo correcto o lo mejor; sino lo voraz, lo que podamos ostentar, usar, botar y reciclar: amistades, amores, ideales, virtudes, proyectos. De ahí que «los hombres las prefieran brutas» haya sido un best seller, o que este libro insípido sobre el príncipe azul, o de cualquier color, haya aparecido.
Eso es a lo que aspiramos: a engañarnos y escondernos, a gozar y celebrar, a consumir y obedecer, a pensar y actuar menos, a fugarnos de cada uno, a ostentar lo que debería por lo menos, hacer más prudentes, de lo que debería ser el amor en su dimensión real: un arte, un compromiso y un trabajo diario y de toda la vida, no de una noche o un sábado de «amor y amistad».
L´Desesperé, de Courbet, a finales del siglo XIX. La realidad de la soledad como introspección y amor por sí mismo.
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