La Tatacoa es mucho más que un desierto. Es un sitio en el confluye la historia con la astronomía, la geografía intensa y agreste con la amabilidad de sus habitantes. También es un encuentro de paisajes geográficos que dejan sin aliento a quien los recorre: por la belleza de su flora y fauna, y claro, por un calor que puede resultar asfixiante. Pero que tiene su remedio: los jugos de cítricos de la zona, una cerveza helada o un rato en uno de los tanques naturales que le devolverán el ánimo para recorrer este inmenso y fastuoso territorio.

El Valle de las Tristezas
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Y  es más mucho más que un desierto, porque como lo comentan los guías turísticos, es un bosque tropical seco. Incluso, hace millones de años fue mar, después un jardín del que colgaban flores de todos los tamaños y colores, y luego una selva inhóspita que se deja ver en las estribaciones de las zonas cercanas. Los primeros españoles que llegaron a esta región venían buscando la ruta del Dorado, utopía de riqueza inmediata y descomunal que atrajo todo tipo de aventureros al Nuevo Mundo hace cuatro siglos, y que al final nadie encontró. El mismo Jiménez de Quesada antes de fundar Bogotá pasó por estas tierras, las llamó «El valle de las Tristezas», por el aspecto árido del lugar y su carácter solitario. Dejó un reducto de hombres que  apodaron al lugar «La Tatacoa»,  por el parecido de una serpiente negra de la región con la cascabel temida por los conquistadores de la península.

Dejando atrás las anécdotas históricas y nominales, las notas aclaratorias son pertinentes: la Tatacoa es la segunda zona desértica más grande de Colombia después de la península de la Guajira, está a pocos minutos de Neiva y otros pueblos del Tolima Grande, es un cruce de caminos: cerca de los río Magdalena y Cabrera es atravesada por la Cordillera Oriental, al sur encontramos la selva del Caquetá, al occidente el nudo andino y los pasajes hacia el pacífico colombiano. El municipio más cercano es Villavieja, que queda a unos diez minutos por carretera. Y es en este punto donde comienza nuestro viaje, en un mediodía de temporada veraniega.  

Primera estación, Villavieja
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En el trayecto hasta Villavieja pasamos por llanuras inmensas, postales de paisajes que mezclaban un rojo plomizo, a veces dorado y ocre en algunas ondulaciones que se levantaban hacia el oriente. El conductor de la camioneta en que íbamos detalló el nombre de algunos cerros: «Bizcochuelos», «Buenos Aires», ante lo particular de estos nombres le preguntamos por qué esto, pero él no supo responder. Finalmente, como éramos apenas una docena de visitantes, por algo menos de 100.000 mil pesos se ofreció a llevarnos al desierto y regresarnos hasta Neiva.

Apenas entramos a Villavieja sentí el peso de la historia. La arquitectura de las casas coloniales y sus fachadas barrocas, la construcción de las calles, algunas adoquinadas. Una atmósfera de silencio y quietud hace que la vida vaya despacio, a un ritmo apenas justo para el transcurrir de las cosas. Esa calma envolvente contrasta con el pasado agitado de la ciudad, pues la resistencia de los nativos de la región (Doches, Totoyoes y Pijaos) contra los españoles y su conquista sangrienta, obligó a que la ciudad se fundara dos veces: la primera en 1550 en cabeza de Juan de Alonso, y luego en 1569 por parte de Diego de Ospina, en el territorio actual.

 Caminé por las calles rectas y algunas calzadas oblicuas, en muchas casas se venden minutos a celular, en otras unos refrescos congelados de varios colores que un grupo de turistas norteamericanos devoraban con ansiedad. En estas encontré la capilla de Santa Bárbara, de un blanco impecable en su fachada, en la puerta el símbolo raído de los jesuitas (JIH) quienes llegaron a la ciudad en el siglo XVII y adquirieron terrenos aledaños para la ganadería que trajeron directamente de España y llevaron hasta la ciudad de la Plata, hoy Buenos Aires. La prosperidad de la región consolidó a la orden de Ignacio de Loyola, convirtiéndola en el centro urbano más importante del sur de la Nueva Granada. 

Me ofrezco para guiarlos, llevarlos, y….
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Salí de la capilla para la plaza central para encontrarme con un grupo de amigos. Llamamos al   conductor quien llegó con uno de los guías turísticos dispuestos para acompañar a los visitantes. Tomamos la carretera hacia el sur, después de unos quince minutos llegamos a una llanura árida, estacionamos cerca de unos quioscos, junto a más buses turísticos que venían de Neiva. Bajamos del auto y nos equipamos con lo necesario para la caminata: bloqueador de máxima protección, anteojos oscuros, gorras, cachuchas, sombreros por doquier. Una amiga improvisó con su pañoleta de seda un turbante árabe y se armó con unas gafas negras que compró en el paradero.

Empezamos a caminar y el guía nos hizo la primera observación, «la Tatacoa no es un desierto sino un bosque seco tropical». Unos estudiantes de biología indagaban con éste datos sobre cuándo se formó el paisaje seco o la longitud de los cactus que caracterizan el paisaje de esta zona conocida como El Cardón. A medida que caminábamos la Tatacoa se ofrecía en su inmensidad, la vista se perdía en el horizonte ocre hasta unas ondulaciones que rompían la uniformidad del paisaje. Después de unos minutos llegamos al observatorio astronómico, construido hace algunos años  por el gobierno para fomentar la divulgación e investigación científica, y el turismo de la región. En el observatorio un estudiante de la universidad Surcolombiana nos hizo una rápida introducción a la astronomía y física moderna.

 Desde hace unos años el ejército nacional trabaja de la mano con la gobernación de Huila y otras instituciones alrededor del observatorio. Cada semana un contingente de aficionados a la cosmología y astronomía son transportados en un Boeing militar para disfrutar las observaciones nocturnas con telescopios en una celebración comunal conocida como la «Fiesta de estrellas de la Tatacoa». Nuestro astrónomo aficionado nos invitó a conocer el telescopio mayor, cuyo lente tiene un metro de radio. Subimos por unas escaleras delgadas contiguas a la pared interna hasta encontrar el lente de observación. Estaba cerrado y protegido por un sistema que hacía engorroso su desarmado. El guía comentó que «con este telescopio podemos llegar hasta los confines del universo para tratar de observar las primeras estrellas».

Salimos del observatorio y sentí los 40° de temperatura, nos refrescamos con unas botellas de néctar de borojo que compramos en la entrada del desierto. Los cactus de unos ocho metros de altura son la única vegetación que crece en el desierto. Un amigo se acercó hasta uno de ellos a observar algo que le llamó la atención, pero de inmediato el guía le advirtió.

-¡Cuidado¡ detrás de la sombra de estos cactus hay muchos escorpiones que huyen del calor.

Él retrocedió de inmediato hasta casi perder el equilibrio. Seguimos caminando hasta llegar a la zona de El Cuzco, llamado así por sus ondulaciones rojizas que forman nudos rocosos o cárcavas. Especie de laberintos morfológicos que cruzan el desierto como una marca adusta. Centenares de cárcavas conforman el paisaje característico de esta región. Se dice incluso, que los primeros españoles se refugiaban en éstas para huirle al calor y a la bravura de los aborígenes.

Ojo con la Cueva del beso
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Así, llegamos hasta uno de los lugares más significativos de la Tatacoa: la «Cueva del beso». Una cueva pequeña con una especie de ventana que mira al desierto y que tiene una atmósfera sugestiva. El guía nos contó que según la leyenda, la pareja que se bese dentro de la cueva estará unida por siempre. Mi novia y yo nos miramos con suspicacia, pero resolvimos tomarnos la foto y darnos el consabido beso consagratorio. Después de unos 10 minutos a paso rápido llegamos a una formación alta, delgada, estribada por caminos repetidos, se trataba del «Ojo del desierto». Es una pared que demarca los límites de la zona del Cuzco, y tiene un hoyo en la parte alta, como una especie de cíclope mineral.
 
Subí hasta la altura del ojo y observé al fondo: un paisaje gris de hendiduras rocosas cuya superficie arenosa se antojaba resbaladiza y áspera. Bajé del ojo salvaguardado por una sombrilla y anotando unas ideas para esta crónica. Después de un tiempo llegamos a la zona de los Hoyos, cuyo color grisáceo es producto de la mezcla del agua, el viento y la escasa vegetación del lugar. Caminé por entre escalones construidos con madera y listones dispuestos horizontalmente que daban la sensación de escaleras colgantes. Subimos por una cárcava y comenzamos a atravesar el puente, del otro lado un reposo de agua aclimatada se nos ofrecía como un antojado descanso. Es una construcción en forma de tanque rectangular, dispuesta en una pequeña planicie, apenas suficiente para sentarse y hundir los pies, buen consejo si quiere bajar la temperatura y relajarse por un momento. Aunque varios prefieren hundirse y nadar un rato.

Después de media hora recargué energías. Nuestro guía nos invitó a la última estación de la Tatacoa, la laguna de La Venta. Desde una cárcava alta la vimos en tensa calma, el viento la sacudía en oleadas suaves y constantes. El suelo arenoso parecía extender su superficie, y los pequeños espolones minerales se ofrecían como un sol petrificado en hileras. En época de invierno se pueden observar los fósiles de especies que habitaron hace millones de años, y que para los aficionados a estos temas se convierte en una pasión. Sin embargo, nuestro guían nos comentó que hasta hace unos años el municipio y la gobernación tomaron medidas para proteger estos fósiles de aventureros japoneses y americanos, que años atrás devastaron la región para venderlos en el mercado negro, o enriquecer la colección de sus museos naturales. 

Finalmente, este es un lugar muy bueno para una sesión de fotografías, pues el fondo de la laguna con sus colores azul, ocre y gris es estupendo para postales e instantáneas.

Siempre hay tiempo para comer
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De vuelta a Villavieja a las tres de la tarde almorzamos el plato típico de la región que es el estofado de ovejo. Su oferta es abundante y buena, y los precios son asequibles. El aroma del laurel, el ajo, y los puerros le dan un buen sabor, y la cocción adecuada de la carne del animal es agradable al gusto y la vista. Eso sí, una buena cantidad de limonada o jugos de cítricos es recomendable para comer este plato, en parte para pasar el sabor del ajo y la pimienta, y para disipar el calor. 

El conductor que contratamos estaba afanado porque ese día jugaba el equipo de la ciudad.  Su afán nos tuvo en menos de quince minutos en la entrada del hotel, pero no nos dio tiempo siquiera para terminar de empacar las maletas. Eran las cinco de la tarde y tenía vuelo a las cinco y treinta. El carro se abrió paso alocadamente, con desesperación por las calles de Neiva. Llegamos justo a tiempo al Benito Salas para hacer el check in y abordar un pequeño avión que en cuarenta minutos nos tuvo en el Dorado.

Aunque viajar sea parte de nuestra rutina y sentimos que algo dejamos o conocemos en cada nueva estadía, el desierto de la Tatacoa me trajo de vuelta a las raíces de nuestra geografía e historia, así ésta esté llena de desacuerdos y distracciones como esta excursión.