La cultura contemporánea no deja lugar a dudas: los jóvenes leen mucho menos. Esa es un frase muy usada por profesores de todos los saberes para explicar porqué sus estudiantes ya definitivamente no leen los libros clásicos de la literatura universal o los más destacados de la historia colombiana. Ven en los videojuegos una perdición, en la Internet una fuente incesante de distracciones, y en la televisión el antídoto contra todos sus esfuerzos en el aula de clases. A esos Umberto Eco los llamó los apocalípticos, «[…] sueñan con una Arcadia pretérita de la que tienen noticia de tercera mano, y sienten un nostalgia desesperada por ese pasado…» (Eco, 1990). Por el otro lado, están los integracionistas, quienes saludan a las nuevas maneras de comunicación, ven en la tecnología el sueño de Borges de una biblioteca infinita e inabarcable. Destacan los juegos de video como una forma de interacción social en un ámbito distinto, o que estimula la lectura de textos en formato digital o en audio-libros.
Son dos formas de ver la realidad: la lectura ya no es como antes.
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Compartir la lengua
Leer es un ejercicio físico e intelectual. Descifrar unos signos (formas que han adquirido un valor intrínseco cultural y comunicativo entre los hombres de una sociedad), interpretar la unión de palabras, entender la idea central del texto, la ideología del autor, es la actividad del intelecto, un entrenamiento de la inteligencia y la razón, señalaba en una entrevista Eduardo Caballero Calderón hace ya varias décadas.
El trabajo físico es uno solo: ver, o más exactamente: observar. No son lo mismo. Aquel es una función pasiva, ésta es activa. Entre ambos media la atención como la instancia que escinde la frontera delicada y lánguida de si leemos cuidadosamente o nos dejamos arrastrar por un continuum de letras y renglones. Leer, de este modo, es interpretar. Cuando estamos ante un soneto español del siglo XVI nos sentimos cómodos, identificamos tópicos comunes con nuestra época. Pero no entendemos otros de más atrás, cuya morfología de todas formas alcanzamos a sentir cercana, por ejemplo, El Cantar del Mio Cid fue hasta hace años un texto duro de leer, tozudo para dejarse interpretar, hasta que en 1960 la Academia de la Lengua Española decidió hacerlo más cercano al público lector.
Podemos decir lo mismo de las nuevas forma de comunicación digital, los chatts, que básicamente son mensajes escritos emitidos en forma instantánea entre un emisor y un receptor. Y la forma nueva de significado que adquieren no las palabras sino las letras, nos recuerda la reflexión de Ferdinand de Saussure: «[…] la relación entre signo y significante, en la que éste es variable y siempre determinado por un contexto, en cambio, el signo, permanece como una realidad estable» (Saussure, 2001. Ayer y hoy, hay formas de comunicarse y hacerse entender por otro individuo que comparte algo de nuestra cultura: idioma, religión, país, territorio, etc. esa es la clave de compartir la lengua.
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El papel de la pantalla
Si no es lo que se dice, los símbolos llamados letras, entonces, ¿podemos pensar que las ideas y su circulación están atadas al soporte en que se presentan? Y aquí hay una discusión seria y álgida entre los apocalípticos y los integrados. Este es el terreno sobre el cual ninguno da su brazo a torcer, pues involucra la experiencia inmediata e íntima de la cercanía especializada. De la tecnología, la de ayer y la de hoy.
Por ejemplo, antes del Renacimiento en Europa, las ideas reposaban tranquilamente en las abadías, en los conventos o las iglesias, «el monopolio del saber estaba en manos de la Iglesia Católica circunscrita a la tradición medieval cerrada a la divulgación del saber» (Le Goff, 1998: p 179). El único idioma aceptado y legítimo era el latín. Por eso las misas, los contratos, los cantos poéticos, las obras de arte y los días, se denotaban en latín, era el idioma oficial que diferenciaba las clases sociales, o el pueblo ignorante y los letrados.
Contrario a los dialectos (francés, alemán, holandés, etc.), que eran considerados como vulgares y destinados a la chusma del campo. Esta visión se rompió con la imprenta de Gutenberg (S XVI) quien tomó algunos conocimientos de los chinos y los aplicó con técnicas de su época. El resultado fue una explosión de nuevos libros, de pasquines populares, de canciones impresas transmitidas de generación en generación, de traducciones y de escritos en lenguas vernáculas. No es gratuito que el primer libro impreso haya sido la Biblia católica, y que el segundo hubiese sido este mismo texto traducido al alemán por Martin Lutero.
Los nuevos formatos como el ordenador, el Ibook, el Ipad, Android, tienen al computador como su base y a los ingenieros como los nuevos padres de la información transmitida. Leemos los correos que antes demoraban días o semanas dependiendo de la distancia de envío, lo que tenía cierto toque romántico: la espera. Hoy es inmediato, «la globalización ensancha el mundo hasta los confines y lo reduce al instante» (Brunner, 2006: 478), lo comprime a un clic, a una distancia mínima en el tiempo y el espacio. No hay demoras ni distancias, no hay nada que ocultar: la internet nos habla todo el tiempo, falta ver si podemos responderle.
Estamos más informados, supimos la reelección de Barak Obama el martes pasado antes que los chinos o los coreanos del norte, leemos todas las revistas del mundo, los periódicos, los blogs, las opiniones sucintas o explayadas en facebook y twitter, etc. La información termina por ser agobiante. Aquí hay que saber seleccionar o estaremos liquidados. El soporte del libro digital se inscribe en este contexto: 1.000 títulos en un aparato de menos de un par de libras de peso. Pues lo importante no es tanto el soporte como la cantidad de información, de libros o de lo que se nos ocurra archivar.
Ya viendo el ejercicio de la lectura, los soportes, las diferentes miradas de unos y otros, nos queda la sensación de que ambos tienen algo de razón, el apocalíptico con su nostalgia y el integrado con su entusiasmo. Tal vez la decisión salomónica sea la correcta. Como el cuento del tipo que duerme en casa ajena con una cobija que no es de su talla, y cuando la jala se cubre el rostro pero destapa sus pies, y viceversa. No hay solución. Porque precisamente la lectura es una actividad, una acción, un movimiento que no depende de su presentación, del formato de lectura o del soporte.
Leer es un acto de libertad, de seleccionar entre una edición antigua del Quijote con solapa repujada o tamizada, o la última versión del Ibook diseñada por Steve Jobs.
Para algunos, no hablamos de una nueva generación de lectores, sino de una nueva civilización que tiene en Steve Jobs un referente.
Imágenes, revista Cartel Urbano, y Obra de Paul Klee, 1922.
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