La memoria es una especie de caja fuerte nuestra. Como toda caja de seguridad almacena aquello más importante o significativo, sin importar su cualidad, procedencia o tamaño: desde el olor de un perfume, el color de un vestido de una mujer que nos cautivó, el regaño que mamá nos propinó por no haber tomado la sopa o dejar la cama sin tender. Esta capacidad de conservar y evocar mentalmente hechos pasados, reconociéndolos como parte de nuestra experiencia anterior, y que podemos localizarla en el tiempo, es una perspectiva psicológica de la memoria, que conforma el sustrato de nuestra personalidad en un mezcla de pasado, presente y futuro, que llevó a Nietzsche a señalar que «el presente es lo único que existe, porque contiene en sí, el ayer y el mañana venidero».

Y este es precisamente una de las temáticas que Jorge Luis Borges trata en su cuento «Funes, el memorioso»: la metáfora del insomnio, de un hombre que el narrador considera un sabio, un colofón del pensamiento (o de sus recuerdos). Borges se ayuda de la ficción para tratar el tema de la hipermnesia, que es un síntoma de memoria autobiográfica superior, que en la historia han sufrido grandes instruidos: Buda, el maestro Eckhart, Nietzsche, Locke, Sócrates, y otros. El asunto es que el síndrome les permite recordar de manera extraordinaria aquello que experimentaron, que vivieron: desde la caída de una hoja de Magenta, el olor del cigarro, el color de los ojos de un gato o alguna persona. Detalles, minucias que a cualquier persona pasa por alto, porque no afecta ni es determinante en su rutina.

Entonces, ¿qué hacer o para qué sirve recordar o guardar en la memoria pequeñeces como el nombre de un perro, la caída de una hoja, o vivencias que Funes vivió en su niñez? Creo que este cuento es una metáfora de sí mismo, una retrospectiva, una suma de recuerdos de la niñez de Borges, que pasó entre Europa y Buenos Aires. Y al final las palabras de Funes no son otra cosa que un relato de sí mismo: «más recuerdos tengo yo que los que ha tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo».

Borges mismo solía decir que había vivido poco porque había leído mucho, o soñaba con que el Paraíso fuese una especie de «Biblioteca Infinita,  inacabable, eterna». Porque los libros son los recipientes de la cultura, el relato de un pueblo, de una civilización. No hablo de formato libro, cuadrado, pasta dura, hojas y cintilla de separata. Ni tampoco de la versión del I Book o el IPad. No, estos son formatos, moldes del baúl que almacena la memoria colectiva. Los libros, o para ser más precisos: la lectura, como relataba Borges en un cuento «hablar con los muertos, y conversar con los difuntos».

                 

                        La lectura es un acto de libertad, en un sentido real del término, imagen 2008.

De este modo, la memoria tiene que ver con la lectura, y leer en sí mismo es un descubrimiento de cosas que pasaron, de hombres y mujeres que desde la ficción o la realidad nos llegan hasta hoy con asombrosa actualidad. Un niño que lee, o si se prefiere, un «pequeño Jorge Luis» se asombra de lo que ocurre en algún lugar de la geografía literaria: Camelot, Babilonia, Jerusalén,  Barataria, etc.

El escritor colombiano William Ospina explica dicho asombro: «El instrumento que utilizó Borges para escribir sus obras fue sobre todo la perplejidad: desde niño lo asombraban las cosas elementales, que a los demás parecen obvias y carentes de misterio: las rayas del tigre, la belleza de las espadas, el silencio de las arenas en el reloj,…» (El Espectador, junio de 2011). E incluso dedicó gran cantidad de cuentos a temas como el sueño y viajes a regiones desconocidas por la mente del hombre.

 Lo desconocido, lo que causa asombro, aquello que para los demás mortales es algo normal, cotidiano; para un sabio, un Funes es sorprendente, porque conserva en sí mismo todo un universo simbólico.

 Después de esta lectura queda la pregunta de si somos nuestra memoria. O qué seríamos sin memoria. El psiquiatra estadounidense  Oliver Sacks en su libro «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero» (2002) relata casos de pacientes con síntomas o síndromes que afectan su recordación y trastornan su personalidad, y su vinculación con el mundo real.

                     La soledad como característica de un memorioso como Borges, imagen, 2010.

Un caso especial fue «El marinero perdido». Un hombre que había peleado en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) en la Marina de los Estados Unidos. El relato de los años setenta, treinta años después de la guerra, muestra a un hombre de cincuenta años que cree que hace apenas unos meses regresó a casa después de combatir a los Nazis. Se pregunta Sacks, «dónde quedaron treinta años de su vida, pues el hombre no recuerda nada de su vida en dicho tiempo». En una especie de hoyo negro en el que se fugan los recuerdos y hace que la instantaneidad sea lo único perdurable, se responde Sacks. Pues el marinero no puede jugar ajedrez porque no recuerda cómo movió el alfil o el caballo hace diez minutos, igual le sucede con la gente: cree que su hermano está en la universidad estudiando contaduría y sale con una chica linda e interesante de Chicago. Pero la realidad es otra: su hermano es ya un pensionado contable, y esa linda chica es su esposa, y son abuelos.

La vida de este marinero es una constante e irremediable pérdida, todo lo que vive lo olvida. Y he ahí el dilema: qué hacemos ahora si no sabemos absolutamente nada de lo que vivimos y lo que somos. Sacks señala que un hombre sin memoria está muerto, peor que sin vida: sin recuerdos.

Funes y este marinero son dos caras de la misma moneda: capacidad de memorizar su vida, y el confinamiento del olvido. Por ahí llegamos a que uno es un sabio (un Nietzsche, un Locke), y el otro, apenas un tonto, un bobalicón, fue marino y no hizo más en la vida.

Pero la frase de una monja que atendía al marinero es precisa para el cierre de esta discusión: «un hombre no es sólo memoria. Tiene sentimientos, voluntad, sensibilidad, y moral… Es ahí, donde puede usted conmoverlo y producir un cambio profundo». 

                          El beso de Times Square entre el marinero y la enfermera, 1945. Revista Times.                   

En Twitter @ferchorozzo

Archivo anterior de el tema de leer «la lectura en un acto de libertad».

Imagenes, archivo de la revista Times, 1945; revista Cartel Urbano, 2011; revista Kien y Ke, 2012.