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Según algunos astrólogos Hugo Chávez y Fidel Castro van a morir este año. Aunque la verdad, no hace falta tener dotes de adivino para suponerlo. Porque desde 2010 el coronel venezolano no ha hecho otra cosa que decir verdades a medias sobre su enfermedad, cada vez que alguno de sus ministros y hombres de confianza se refieren al tema, son más los rodeos y ambigüedades que las certezas sobre su estado; sus faltas constantes y reiterados viajes de urgencia a Cuba han alimentado todo tipo de suspicacias entre adeptos y opositores. Agoniza, pero se niega a desaparecer.

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    Hugo Chávez en constante plegaria. Desde el pasado 8 de diciembre no ha aparecido en los medios de   comunicación.

Y más que a fallecer -destino ineludible- se niega a aceptar la realidad posible del fin de su revolución. De su mandato, de su voz omnipotente, de su guía paternal de la nueva América Latina. No se rinde ante la muerte ni cambia su posición ante su pueblo y sus enemigos, quiere mostrarse fuerte o al menos con la suficiente vitalidad para asegurar que está vivo y que sus días en el poder no van a ser pocos. Una actitud similar a la de Adolfo Hitler que prefirió el suicido antes que rendirse ante el enemigo. Y con su muerte la Alemania Nazi se fue con él, su imperio le sobrevivió tan sólo algunas horas.

Hoy pocos saben el verdadero estado de salud del mandatario venezolano. Chávez parece estar moribundo, convaleciente, un presidente fantasmal que quiere ejercer su mando y no puede. La multitudinaria marcha de este jueves en Caracas organizada en su apoyo ha demostrado que el chavismo en Venezuela está lejos de desaparecer, aunque las consignas fervorosas, los rezos multitudinarios, la uniformización de los participantes, el accidente de algunos buses -que dejó una decena de muertos y heridos- más que un gesto genuino de filiación política, se convirtió en un culto a la personalidad. Chávez ha pasado de presidente a convertirse en figura mística venerada, el líder de una religión.

Una entronización que lo pone cerca de la figura fundadora de Bolívar, cuyo mausoleo no ha podido ser inaugurado. Y de otros caudillos como Stalin – a quien llamaban en Rusia «El Padrecito»-; Mao Tse-Tung y su figura tutelar de la poderosa China de hoy; los Kim Jon en Corea del Norte, ahora vedettes del jet set internacional; Fidel Castro, los Perón, o el mismo Augusto Pinochet.  

Unos como otros encarnan la figura del superhombre capaz de gobernar eficazmente y de llevar a su pueblo a la grandeza. Ese caudillismo que ha devenido en una demagogia caricaturesca en nuestro continente que en nombre de la ideología (bolivariana o socialista, o en nuestro país sintetizada con el eufemismo de uribismo, del que no hemos podido destetarnos)  ha pretendido transformar la realidad histórica de sus sociedades, atravesadas por un sinfín de problemas y tragedias que se agudizan con el paso del tiempo. Pero que en últimas no cambian, pues sus iniciativas y revueltas no han traído consigo la anhelada prosperidad ni la dignidad suficiente para convertirse en sociedades ejemplarizantes para el mundo; sino una paulatina y grosera aversión por la democracia, el respeto a las leyes y la confianza en las normas e instituciones. Todo esto síntoma y resultado de la monotonía del partido único, como anotaba Vargas Llosa hace algunos años.

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                       La veneración por la representación iconográfica de Chávez fue el rasgo característico de la    marcha de ayer en Caracas.

Los seguidores de Chávez votarán por él sin importar que pase por encima de una Constitución hecha a su conveniencia, explicaba Laura Gil hace unos días en El Tiempo. La democracia pierde todo revestimiento de legitimidad porque han recibido del proyecto chavista lo que históricamente se les había negado: las brigadas de salud traídas desde Cuba en los barrios más deprimidos de Caracas, los centros de educación básica, la vivienda gratuita, la seguridad social y en parte el bienestar que requiere un individuo para vivir dignamente. 

Algunos señalan que este asistencialismo es nocivo para las finanzas del país, un regreso al Estado de Bienestar que desapareció hace años para ser remplazado por el neoliberalismo. Para otros es un acto simple de justicia, estimulado por una chequera generosa que ha permitido internacionalizar la revolución bolivariana al tiempo que expande el mercado petrolífero, como el caso del Gasoducto del Sur que une a Venezuela con Argentina o la ayuda a vecinos en situaciones de emergencia. Sin embargo, la improvisación económica, la burocratización acompañada de la corrupción de un gobierno sin órganos de control independientes, la desinstitucionalización, el desabastecimiento de productos básicos y la devaluación de la moneda son problemas que el chavismo ha dejado crecer y no les ha puesto la cara con la entereza y determinación necesarias para superarlos.  

Esa es la coyuntura del proyecto chavista: si quiere consolidarse como una alternativa real no sólo para Venezuela sino para América Latina debe depurarse internamente y hacer frente a las transformaciones que exige las necesidades reales de su país y las sociedades de la región. No importa si es Nicolás Maduro o Diosdado Cabello quien tome la bandera que Chávez deja.

La pregunta final es si puede haber chavismo sin Chávez, si puede sobrevivir a la pérdida de su líder natural. Creo que si él muere habrá un resurgimiento de su figura, una fastuosa veneración colectiva que durará un tiempo, no el suficiente para afianzar el socialismo del siglo XXI. El tiempo dirá cuál es el chavismo que sobrevivirá: el corrupto y manoseado por una burocracia militarista, o el que hizo justicia con su pueblo y fue coherente con sus promesas de cambio.

Ese es el dilema para Hugo Chávez, que moribundo o ya fantasma debe resolver, o al menos indicar cómo hacerlo.

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   Nicolás Maduro y Diosdado Cabello «matándose de amor y fervor por la patria» como dijo el primero en su discurso al pueblo y acompañantes internacionales.

Archivo de imágenes, El Tiempo, BBC Mundo, 2013.

En Twitter @ferchorozzo

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