Ya lo sabemos pero ellos insisten en recordárnoslo: esta no es una pelea de principios, es una pelea de compadres. El nuevo episodio del rifirrafe entre el expresidente Álvaro Uribe con su otrora ministro de Defensa ha llegado a un punto de inflexión en el que no hay retorno ni de vuelta de hoja, son demasiados los errores compartidos y la prisa por deshacerse de las responsabilidades propias que terminamos por caer en cuenta que con la mutua «sacada de trapitos al sol», quien queda desnudo ante el mundo y ante sí mismo no es otro que el país. 

           Santos como ministro de Defensa junto a Uribe, en días de apogeo de la Seguridad Democrática, 2007.
 Desde que tengo conciencia (no la católica que indica los siete años como el despertar de la razón) este país ha estado enfrentado, falsamente dividido entre quienes aspiran al plato fuerte del poder, que es la Presidencia de la República. La poltrona suprema a la que terminan acostumbrándose y aferrándose casi todos los que han pasado, o sentado, en ella. Mencionar la larga lista de escisiones que este país ha visto y soportado como un público silencioso y expectante que asiste a la función de la tragedia de su propio destino es desalentador, casi dantesco; pues hoy en día, tal como reflexionaba con indignación William Ospina, es asombrosa la mansedumbre del pueblo, la impotencia de los cuidadanos por hacer valer sus derechos, que terminan en quijotescos reclamos ante sus representantes o en refriegas rebeldes desproporcionadas. Y esos dignatarios de vieja data y noble estirpe, convertidos hoy en un reflejo manoseado por la moda impuesta de la tecnocracia desatienden con insultante indiferencia.

Uribe cataloga a Santos de canalla, mentiroso, timorato, cobarde. Éste, más reposado pero no menos virulento le responde no con apelativos sino con argumentos vagos, con esa costumbre tan arraigada entre la clase dirigente de sacudirse las culpas propias con las ajenas, con las que le venían de atrás. «Las taras heredadas» comentaba Antonio Caballero. El próximo presidente -posiblemente el mismo Santos- recibirá los dardos -o sufrirá la aflicción- por la improvisación en el caso de San Andrés y la pérdida del mar territorial, por haber confiado en que la élite preparada en el exterior, en las mejores universidades estadounidenses podía representar un país que ni siquiera conocen, salvo en las frías y distantes estadísticas.  

 Pero no importa, claro, porque como las novelas por entrega del siglo XIX, la historia de este país es un capítulo que cada semana se renueva a sí mismo sin transformarse en absoluto. Es la misma historia conocida que los viejos relatores de los campos o la generación ya madura de escritores como Ricardo Silva o Juan Gabriel Vásquez nos cuentan con la máscara dramática de que el final, el punto de máxima emoción, no es otra cosa que una historia patéticamente común. Y su extensión, situaciones, las formas de hilvanar las costumbres permanecen iguales, tan solo los personajes cambian, ni siquiera de rol sino de maquillaje.

       Para Maquiavelo la política debe estar separada de la moral, de la filosofía y de los sentimentalismos.

 Esa es nuestra realidad. Y ese es su juego. Uribe y Santos se aprestan para la batalla por la presidencia, no creo que sea una lucha fratricida por el «visto bueno» del establecimiento, sino una apuesta tramoyera y plagada de disimulos: uno con berrinches desde su perfil de twitter y el otro con mil formas de mostrarse a sí mismo sin dejarse conocer en absoluto. Es una fórmula conocida y sufrida en el continente, esos caudillismos que exacerban el ardor político y la filiación partidista en la búsqueda incesante y calcada de que nadie ni nada los tumbe. Por hacer creer que son los salvadores prometidos que el buen Dios nos puso en el camino y no podemos cometer la insensatez de hacerlos a un lado ni dejar de obedecerles. 

 No importa los Santoyos los Chávez las Farc los fiascos como el de La Haya. Hay una estrategia establecida para hacer política aquí: echarse el agua sucia uno al otro. Una tragedia que si no fuese por la realidad de su público, terminaría por ser una comedia.  

En Twitter @ferchosal

Archivo de imágenes, revista Semana, 2007; arte y psicología, revista. 2002.