La Academia es muy académica, comentaba con sarcasmo mi prometida hace un tiempo cuando Tomas Tranströmer fue galardonado con el premio Nobel de Literatura. Dejando de facto la posibilidad de este galardón para Bob Dylan, una de las cumbres del arte estaudinense. No voy a detenerme en este asunto, ya muchos críticos y expertos lo han hecho. En cambio, voy a hablar de los desobedientes, que fueron pésimos estudiantes y renunciaron al aprendizaje formal y el disciplinamiento de la academia, para dejarse guiar por la confianza en su trabajo, la claridad de su pensamiento y la terquedad. Dos de ellos ya están muertos, recientemente nos han dejado, otro acaba de estrenar su película cuarenta y algo. Y el otro, goza en los estertores de su vida, retirado del trabajo y residenciado en el DF.
El sitio de Salmona
Afectado por los incidentes del 9 de abril de 1948 e invitado a hacer parte de su taller en París por parte de Le Corbusier, Salmona viajó a Francia en busca del maestro, pero éste no lo reconoció y menos aún recordaba la invitación ni la promesa de que fuese su alumno. Así que insistiendo fue aceptado por el suizo. Duró ocho años en el taller como dibujante. Acosado por su padre, que veía cómo su hijo era reticente a ingresar a la universidad, Rogelio Salmona se presentó a ésta, pero el clima, los profesores y el ambiente terminaron por asfixiarlo y abandonó el proyecto.
Su amigo griego Iannis Xenakis lo llevó a la Sorbona para que tomara clases de sociología con Francastel. Quedó fascinado con el maestro y en adelante asistió puntualmente a sus clases, que entonces eran libres. Esto como forma de complementar lo aprendido en la práctica cotidiana del taller. Pierre Francastel terminó siendo su amigo y consejero, «leer mucho ayuda a comprender realmente el arte, la arquitectura e incluso la vida». Le Corbusier no fue tan amable con él, no le pagaba sueldo y lo echó dos veces de su taller (aunque le permitió volver en ambas ocasiones), la primera por llegar tarde de un viaje por África, la segunda por contradecirlo.
Steven Jobs entró a la Universidad Red Collegue en Pórtland en 1972 y la abandonó sólo seis meses después debido a su alto costo. Así que, con la ayuda de amigos que lo dejaban dormir en algún cuarto y con unos ingresos misérrimos, Jobs tomó clases como asistente en materias claves en su formación e intereses. Diseño, montaje, electrónica y tipografía fueron algunas de tales. En esas anduvo dieciocho meses. Cuando sintió que ya había aprendido lo suficiente se fue a la India a un retiro espiritual. Regresó a California y renunció a su empleo en Atari Inc para crear Apple.
La terapia de Woody Allen
Allan Stewart Königsberg -cuando no había inventado su sobrenombre mundialmente famoso- ingresó a la Universidad de Nueva York en 1953 a estudiar producción cinematográfica. Las clases de teoría del cine, narrativas y conceptos le aburrían demasiado, prefiriendo las proyecciones de las películas, deteniéndose en algún pasaje para entender cómo hacían los directores para el tratamiento en tal caso o para lograr el efecto buscado o para narrar alguna situación. Fue tanta su obsesión que abandonó las demás materias, lo que a la postre le llevó a pésimas calificaciones. Un profesor le dijo que lo veía mal, que no encajaba en el sistema, que lo mejor era que consiguiese un psiquiatra.
En efecto, encontró un psiquiatra y abandonó la universidad. Hace relativamente poco aceptó que las terapias se habían agotado y no veía los progresos. La cura que encontró fue trabajar: «dedos ocupados, dedos felices», decía reiteradamente en momentos de crisis o depresiones. Y aún sigue tal precepto.
Recitar de memoria los versos alejandrinos de los escritores del Siglo de Oro español fue la lección que mejor aprendió García Márquez cuando estudiaba Derecho en la Universidad Nacional. Estuvo dos años en Bogotá pero el frío y el Bogotazo terminaron por enviarlo de nuevo a su amada Costa. Allí, ante la insistencia de su padre se inscribió en la Universidad de Cartagena, pero abandonó el proyecto poco tiempo después. No sirviendo para nada entendió que lo que quería era ser escritor. Y el primer paso fue ganarse la vida como periodista. El Heraldo, El Espectador y otros medios impresos tuvieron al desaliñado hijo de telegrafista.
Cuando de joven vivió en Barranquilla todo el agite de la Cueva y demás sitios del mamagallismo, pasaba las noches leyendo en cualquier parque sus libros favoritos, que eran pocos, porque no tenía para comprarlos. Lo único que tenía era las primeras hojas de una novela que estaba escribiendo. Gabo comentaba que «en ese tiempo pensaba que iba a morir tirado en la calle, como un viejo y olvidado vagabundo». Su presagio fue equivocado. Afortunadamente.
La lista de quienes no se adaptaron a las normas de la academia darían para todo un libro, pero lo esencial es que aprendemos en esos espacios que no son formales, y que constituyen el transcurrir real de nuestras vidas.
En Twitter @ferchorozzo
Archivo de imágenes: revista El Malpensante, 2011; revista Time, 2011.
Comentarios